Juan Francisco Martín Seco
Resulta frecuente que la prensa se refiera a Alemania como la locomotora de Europa. Quizás lo fue en algún momento, pero, desde luego, no ahora. En la actualidad, más bien habría que calificarla de furgón de cola y, además, cargado hasta el techo de lastre. Durante los últimos años, Alemania ha practicado claramente una estrategia deflacionista con una débil demanda, fruto de la reducción salarial y del empeoramiento de las condiciones sociales. Son las exportaciones, es decir, la demanda de los otros países, las que están tirando de la economía germana, y son países como Grecia, Portugal, España o Irlanda, incluso Italia, los que han sido forzados a convertirse en locomotoras, a remolcar el carro, y algunos de ellos se están quedando famélicos en el intento.
Alemania se ha beneficiado más que ningún país de la Unión Europea, de la Unión Monetaria y de la imposibilidad de devaluar que esta impone al resto de los países miembros y que les impide recuperar la competitividad perdida. Ahora son Grecia, Portugal o España, pero si estos países no estuvieran en el euro, las dificultades irían a parar a Italia o incluso a Francia. Alemania se está transformando en un vampiro cuyo superávit se alimenta del déficit de las otras naciones. China se queja del déficit exterior americano y le exige que lo corrija, quizás sin ser consciente de que su posibilidad de crecer depende de que ese déficit se mantenga. Lo mismo cabe afirmar de Alemania. Obliga a los otros estados a medidas severísimas para que equilibren sus cuentas sin percatarse de que son esos desequilibrios los que permiten su crecimiento.
Merkel acaba de presentar un ajuste muy duro que acentuará, más si cabe, la política deflacionista de Alemania y lastrará la capacidad de reactivación de la economía de la eurozona, y de toda Europa, e introducirá aún mayores obstáculos en el funcionamiento de la Unión Monetaria. Los primeros y principales perjudicados son los trabajadores de todos los países, incluyendo a los alemanes, que tendrán que soportar estas políticas de ajuste que, al suponer una cascada de deflación competitiva, no conducen a ninguna parte. Cada ajuste en un país exigirá otro en el país vecino y así hasta el infinito, sin que los
desequilibrios se corrijan. Parecía que habíamos aprendido la lección de los errores cometidos en los años treinta, pero no es así. Estamos condenados a repetirlos.
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