Eduardo Sotillos
Si alguna consideración de fondo cabe extraer de la jornada del 8 de junio, el día en el que las centrales sindicales apostaron por la convocatoria de una huelga general en la Función Pública como protesta a la reducción de las retribuciones, no debe ser la medición de las cifras que se ofrecen como balance del mayor o menor éxito de la convocatoria, sino la percepción de una profunda campaña de desprestigio que viene alentándose desde extensos sectores de la derecha española contra los sindicatos de clase.
Sobre la oportunidad de la huelga y las variadas razones que hayan podido concurrir en la abstención de muchos de los convocados al paro, hasta el punto de que los medios de comunicación, con práctica unanimidad, hayan descrito el resultado como un fracaso, no vale la pena añadir ni una línea a estas alturas. Todo está dicho, y no siempre desde la objetividad en la información y en el análisis, más bien con un indisimulado entusiasmo por parte de quienes, paradójicamente, venían aportando munición al argumentario de la protesta. El 8 de junio, hay que proclamarlo con claridad, el partido popular volvió a sentirse un feliz espectador –la gran aportación de Rajoy a la praxis política-de un duelo que enfrentaba a sus dos enemigos: el gobierno y los sindicatos. De una parte se le daba hecho el trabajo de que se hiciera visible el natural descontento de un colectivo abocado a pagar su cuota en las medidas contra la crisis y, simultáneamente, sus aliados enfilaban todas sus baterías contra unas organizaciones de trabajadores a las que presupone, supongo que con razón, que no participan en su proyecto político.
Los mismos que llevan muchos meses azuzando a los sindicatos para que salieran a la calle mientras el gobierno no hacía caso a sus admoniciones de que no mantuviera el gasto social y extendiera la protección a los parados, recriminan y ridiculizan ahora el comportamiento de UGT y Comisiones. Nada sorprendente, por otra parte, cuando a la hora de formular propuestas de austeridad una de las primeras medidas que propugnan es retirar la aportación económica del Estado a las organizaciones sindicales a las que no se contienen a la hora de calificarlas como un nido de “paniaguados” y “liberados ociosos” No exagero: es la tesis que se alienta con entusiasmo, como ejemplo que tengo más próximo, desde los altavoces mediáticos de la presidenta de la Comunidad de Madrid.
Para un socialista es siempre doloroso asistir a una confrontación con los sindicatos de clase, pero aun cuando se ha llegado- y no es la primera vez-al dramatismo de una huelga general, algo en lo profundo de la conciencia política ha permitido distinguir entre la discrepancia ante decisiones concretas de gobierno y la descalificación genérica de la otra parte. En la crisis actual no he escuchado desde las filas socialistas sino palabras de respeto hacia la decisión de los sindicatos, y en el discurso sindical he apreciado siempre la voluntad de llegar al límite en las negociaciones, ningún entusiasmo por emplear el último recurso, la huelga general.
Al futuro de España, desde una perspectiva de izquierda, no le conviene un gobierno débil ni unos sindicatos testimoniales, incapaces de articular las demandas de los trabajadores. Es exactamente lo que persiguen quienes aspiran a hacerse con las riendas del país para administrarlo como una propiedad privada, como una corporación que fabrica sus propios sindicatos de empresa. Van contra el gobierno, pero también contra los sindicatos. El 8 de junio empezaron a soñar con lograr abatir las dos piezas. Desde el puesto de “ojeo” y sin gastar pólvora.
Los mismos que llevan muchos meses azuzando a los sindicatos para que salieran a la calle mientras el gobierno no hacía caso a sus admoniciones de que no mantuviera el gasto social y extendiera la protección a los parados, recriminan y ridiculizan ahora el comportamiento de UGT y Comisiones. Nada sorprendente, por otra parte, cuando a la hora de formular propuestas de austeridad una de las primeras medidas que propugnan es retirar la aportación económica del Estado a las organizaciones sindicales a las que no se contienen a la hora de calificarlas como un nido de “paniaguados” y “liberados ociosos” No exagero: es la tesis que se alienta con entusiasmo, como ejemplo que tengo más próximo, desde los altavoces mediáticos de la presidenta de la Comunidad de Madrid.
Para un socialista es siempre doloroso asistir a una confrontación con los sindicatos de clase, pero aun cuando se ha llegado- y no es la primera vez-al dramatismo de una huelga general, algo en lo profundo de la conciencia política ha permitido distinguir entre la discrepancia ante decisiones concretas de gobierno y la descalificación genérica de la otra parte. En la crisis actual no he escuchado desde las filas socialistas sino palabras de respeto hacia la decisión de los sindicatos, y en el discurso sindical he apreciado siempre la voluntad de llegar al límite en las negociaciones, ningún entusiasmo por emplear el último recurso, la huelga general.
Al futuro de España, desde una perspectiva de izquierda, no le conviene un gobierno débil ni unos sindicatos testimoniales, incapaces de articular las demandas de los trabajadores. Es exactamente lo que persiguen quienes aspiran a hacerse con las riendas del país para administrarlo como una propiedad privada, como una corporación que fabrica sus propios sindicatos de empresa. Van contra el gobierno, pero también contra los sindicatos. El 8 de junio empezaron a soñar con lograr abatir las dos piezas. Desde el puesto de “ojeo” y sin gastar pólvora.
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