Frédéric Lordon
Si no fuera trágica sería cómica la tozuda iteración de las recetas de austeridad presupuestaria que emanan de cada cumbre europea, que sólo sirven para profundizar la recesión. Los neoliberales extraen de la calamidad económica que causaron no su certificado de defunción sino exigencias más feroces a la sociedad.
Por experiencia se sabe que podemos mirar cómo Laurel lanza tortas a la cara de Hardy (o a la inversa) muchísimas veces y pedir que lo repitan sin cansarnos nunca, pero, ¿y las cumbres europeas?... Por un lamentable error de apreciación, aunque sinduda con la loable intención de combatir la morosidad, la Unión Europea (a la cual podría agregársele el G20) parece haber considerado que la cómica repetición era un arma posible contra la crisis. Apenas se vislumbra otra hipótesis a la altura de la asombrosa recurrencia a la payasada, convertida en la única línea firme y clara de los gobernantes europeos, totalmente pasmados.
En su descargo hay que reconocer que, en el corsé de las obligaciones presentes –monumental choque recesionista post-crisis financiera, permanente supervisión de las políticas económicas por los mercados de capitales, independencia y pusilanimidad del Banco Central Europeo (BCE), ortodoxas obsesiones alemanas, falta de soberanía unitaria–, en rigor la actual ecuación del euro no tiene solución...
Si hoy día en Europa no reina el espíritu de Laurel y Hardy, entonces quizás reine el de San Agustín: “Credo quia absurdum” (Creo porque es absurdo). Es cierto que en Europa el encarnizamiento dogmático hacia y contra todas las informaciones de lo real es lo último que de verdad impresiona. Después de todo, recién estamos en la Quinta Cumbre de la Eurozona (1); la parte agustina consiste en constatar la aberración y la parte cómica en la repetición de comunicados de felicitación por haber –al fin– aportado una solución global (comprensiva) a los problemas de la zona euro… antes de tener que rehacer todo al siguiente golpe. Sabemos que el público es propenso al derroche, y sin duda es por eso que la oficina de turismo siente la necesidad de renovar el espectáculo proponiendo sensaciones cada vez más fuertes (nuevas instituciones, nuevos países a salvar, nuevas ingenierías financieras, cada vez más montos comprometidos, etc.). En verdad, no muchos tienen ganas de reír, ni siquiera en la última Cumbre del Eurogrupo del 27 de octubre de 2011 cuyos formidables (y siempre comprensivos) cumplimientos no habrán tardado una semana en quedar casi reducidos a nada por intermedio del referéndum griego, récord absoluto.
Cuidado con olvidar
En realidad, y quizá resida allí lo propio de una época que se comparará sólo imperfectamente con la crisis de la década de 1930, las reacciones gubernamentales toman el doble carácter –en apariencia contradictorio– de una perfecta leonera donde la improvisación disputa a la incomprensión crasa los acontecimientos en curso, y el despliegue oportunista pero muy metódico de una inflexible agenda neoliberal. Hay que tener en cuenta esta ambivalencia para justificar tanto cumbres “Helzapoppin” [N. de la R.: baile frenético popularizado en una película de Hollywood de 1941] como la impresionante resiliencia estratégica que permite al sistema actual extraer de los subsuelos de la (su) crisis la ocasión de una profundización histórica sin precedentes. En este asombroso período en que se juega el destino del neoliberalismo de modo binario, coherencia e incoherencia son, pues, partes iguales del mazazo definitivo y la explosión en pleno vuelo.
El programado impulso al olvido es tan poderoso que hay que recordar siempre cuánto deben los acontecimientos actuales su origen a la crisis de los créditos hipotecarios, perfecta expresión de una configuración del capitalismo en la cual la indefinida compresión de salarios sólo dejó como solución de apoyo a la demanda el sobreendeudamiento de las familias. De suerte que, por interposición del salvamento de los bancos y la recesión, el Estado se vio arrastrado a su pesar, consecuencia de la debacle financiera privada… demasiado feliz por verse metamorfoseada así en crisis financiera pública. Entonces, es por el lado del G20 y en sus ediciones 2009 (Londres, Pittsburgh) que se abre la secuencia de cumbres “stop-and-go”. ¿Pero quién recuerda aún los gritos de alivio que profirieron los gobernantes junto con los comentaristas, alivio probablemente proporcional al santo temor que los había dejado pasmados el otoño boreal de 2008, cuando se habían acercado al borde del abismo? En efecto, es preferible olvidar los comunicados triunfalistas, las promesas de otra regulación financiera (que tiene buena cara en 2011, cuando el sistema bancario amenaza de nuevo con la ruina total) y la seguridad de que “ahora la crisis está detrás de nosotros”, que se vacila en clasificar en la categoría de alegre provocación recurrente o de tontería astronómica. No se necesitó ni un año para que la recuperación anunciada tuviera una seria sacudida y la revelación del deterioro de las finanzas públicas griegas sirviera de detonante de lo que se recordará como el peor cambio de toda la historia de la política económica. Por un instante habríamos podido ilusionarnos en que los gobiernos habían sabido aprender de los errores del pasado y en especial de los desastres de la Gran Depresión, ¡pero nada de eso! La aceptación de los déficits por medio del juego de los estabilizadores automáticos (2), única estrategia de mediano plazo practicable (no era la delirante tutela de los mercados), no habría durado un año. Y Grecia fue el pretexto tan ideal como aparentemente bien fundado para cambiar todo el dispositivo de la política presupuestaria, que pasó brutalmente de la práctica razonada de los déficits a la desesperanzada empresa de su forzosa reducción.
Excepto aquellos a quienes se persiste en llamar los “responsables”, ahora conocemos demasiado –aunque eran evidentes desde el comienzo– las razones que condenan al fracaso la estrategia de la austeridad generalizada: la imposibilidad de que cada país por separado compense mediante la demanda exterior el estrangulamiento de la demanda interior, porque todos los demás optan también por el rigor, conduce fatalmente a frenar el crecimiento, así como la pérdida de ingresos fiscales destruye el efecto de la reducción de gastos. Todo se ubica bajo la mirada y la férula de inversores internacionales cuyo horizonte temporal es rigurosamente incompatible con el necesario mediano plazo para un ajuste macroeconómico de semejante amplitud. De ahí resulta este absurdo encadenamiento en el cual las alzas de las tasas de interés que desataron los ataques de pánico especulativo degradan acumulativamente los saldos presupuestarios (el servicio de la deuda profundiza el déficit que alarma a las finanzas que hacen subir las tasas que aumentan el servicio de la deuda…), a lo que las políticas económicas responden profundizando la restricción… y las deudas –de vez en cuando Standard & Poor’s o Moody’s, perfectos agentes ambientales, aportan su amable contribución al clima de locura general–. Impulsadas por el pánico financiero, tanto el alza de las tasas como las aberrantes reacciones de las políticas económicas se llaman unas a las otras, en una sinergia tóxica que la serie de cumbres europeas intensifica cada vez más.
Sin embargo, a riesgo de constituir una paradoja, esta línea de caos se desdobla en una línea estratégica que en cada etapa ve cómo el crecimiento del desorden es acompañado de un crecimiento paralelo de los avances neoliberales.
Los que ganan con la crisis
Porque no todo el mundo pierde con la crisis. Y desde el otoño boreal de 2008 ganan no sólo los banqueros gratuitamente sacados a flote, con bonos y dividendos. Desviando la atención de las taras de las finanzas hacia el “problema de la deuda pública”, habrán llevado a su cima un cierto arte de la distracción, el escamoteo y el contraataque.
No porque nada suceda del lado de las deudas públicas –incluso muy rara vez se vio una explosión tan espectacular–. Pero no pasa nada que no sea efecto directo de la crisis financiera privada, y los banqueros que fanfarronean por no deber nada a la sociedad, ya que reembolsaron las ayudas de urgencia, como si no tuvieran nada que ver con la recesión que siguió, el hundimiento de los ingresos fiscales y la explosión de los déficits, hacen pensar en esos aprendices pirotécnicos que pretenden que, por haber pagado la pólvora, son inocentes del desastre que con ella se causó.
Los banqueros no perdieron la ocasión, ni tampoco los informados administradores de la agenda neoliberal, a quienes por lo menos se les reconocerá el real talento de haber convertido en gran avance una crisis que debería haber significado su histórica descalificación. En realidad, hace mucho tiempo que las gesticulaciones sobre el tema de “la deuda” intentan, por intermedio de los informes Pébereau (3) y Attali (4), preparar el terreno y acostumbrar a las mentes a la idea del despojo. Pero todas las comedias de la imprecación o los trémolos de la quiebra futura no podían bastar para acreditar la existencia de un problema inexistente –en todo caso hasta 2008–. Sí lo pudo la crisis financiera privada, que provocó a ojos vistas el aumento de las deudas públicas. Y como el “problema de la deuda” nunca pareció constituido tan objetivamente, una heteróclita combinación de estrategas oportunistas y creyentes de primer grado se precipitó en la brecha para proclamar, falsamente inquieta y verdaderamente encantada, la urgencia –al fin– del gran ajuste. Bajo la apariencia de una respuesta “racional” y “necesaria” de la política presupuestaria a una coyuntura particular, lo que en el verano boreal de 2010 apareció fue, en realidad, una estrategia estructural de achique, incluso habría que decir de desmantelamiento del Estado social, forzada por una situación de la cual los liberales creen poder extraer la suficiente justificación como para hacer pasar lo que hasta aquí no pasaba.
Ya conocíamos los procedimientos ordinarios de ajuste presupuestario: no reemplazar a los funcionarios que se jubilaran, disminuir sus salarios nominales, recortes salvajes en el gasto público, recorte de las prestaciones sociales, aumentos del IVA, etc., pero esta coyuntura bendita de los dioses autoriza a practicarlos a una escala sin precedentes. Ya es hora de añadir a la simple intensificación cuantitativa el cambio cualitativo. Así, no es casual que la idea del ajuste presupuestario, aparecida a inicios de 2010 bajo su forma “ordinaria” al principio, desde 2011 adoptó la forma superior de la llamada “regla de oro” (5), empresa inédita de constitucionalización del equilibrio de las finanzas públicas, colmo de la despolitización y sueño neoliberal de un ajuste automático, sustraído a la deliberación soberana, remitiendo cualquier objeción a las normas lejanas, supremas e incuestionables de la Constitución.
Derrotas que son triunfos
La propiedad más impresionante del neoliberalismo reside seguramente en su capacidad de alimentar sus avances con sus propios fracasos. Y las cumbres europeas son el escenario por excelencia de esta transmutación, que sin duda todavía no terminó. Porque la misma austeridad, adquisición sin embargo tan notable como irreversible (sólo una credulidad infantil podría creerla transitoria y limitada al “mal momento a pasar”), la austeridad, pues, conocerá el mismo calamitoso destino que los anteriores hallazgos liberales… y la misma gloriosa superación.
En efecto, esta vez, aun conservando lo que tan bien se había almacenado, habrá que cambiar de terreno, ya que hoy la contra-productividad tóxica de las austeridades europeas coordinadas es demasiado visible. Lo es para los inversores que reclaman una cosa y la contraria –la disciplina presupuestaria y el crecimiento… metódicamente destruido por la disciplina presupuestaria–. Empieza a serlo para los mismos gobiernos, totalmente a remolque de los mercados y ocupados en seguir como pueden los desplazamientos de sus sucesivas exhortaciones. Por último lo es, pero esta vez de un modo más serio, para el Fondo Monetario Internacional (FMI), que empieza a temer que la restricción mate a la recuperación (6) (y hoy la propia Christine Lagarde parece dudar de las posibilidades sincréticas de la “rilance” [de rigueur y relance, rigor y recuperación] (7) o de la Comisión Europea, cuyas previsiones de crecimiento registran los efectos del desastre anunciado. El crecimiento de la Unión Europea para 2012 se revisó de 1,75% a… 0,5% (8). Para 2011, el Reino Unido pasó de 1,7% a 0,7%, para 2012 de 2,5% (!) a 0,6%. Francia repasa sola sus propios anuncios: de 1,75% a 1%. Incluso Alemania se da cuenta al fin de que no puede sobrevivir aislada en medio de un océano de quiebras –con mayor motivo cuando alardea de su modelo de crecimiento, proveniente de las exportaciones–. En 2012 no será de 1,8% como preveía, sino de 1%, dixit el gobierno alemán, más bien de 0,8% según los institutos independientes.
¿Qué puede quedar de la estrategia de ajuste de los déficits cuando todos los incrementos se hunden en un conjunto tan encantador, y cuando incluso esta sincronización promete algunas sinergias acumulativas sangrientas? Confusamente, los gobiernos parecen tener conciencia de ello y ya pueden observarse los primeros cambios de pie, que no abandonarían las preciosas conquistas del rigor sino que les añadirían nuevos desarrollos en nuevas direcciones. Es que en realidad el neoliberalismo tiene dos obsesiones: el Estado y la resistencia del asalariado. Pero, como las cosas no podrían expresarse con esa alegre brutalidad, aplasta al primero pretextando “la deuda” y ataca al segundo hablando de “costo del trabajo y competitividad”. He aquí donde el impasse de la austeridad ofrece su propia salida: si bien el rigor se muestra calamitoso incluso desde el punto de vista de sus objetivos alegados (la reducción de los déficits), nada impide añadirle la estrategia de la recuperación del crecimiento mediante la competitividad –es decir, por la reducción del costo completo del trabajo–.
La ilusión del modelo alemán
Así, bien pronto se verá, de hecho ya se ve, cómo pivotea el discurso de las políticas económicas europeas para moderar la lógica de las simples vueltas de tuerca y reemplazarla gradualmente por la idea de rebote mediante las exportaciones competitivas: la constricción de la demanda interior es hoy demasiado evidente, la salvación reside, pues, en la demanda exterior. Rebautizada “devaluación interna” con ese sentido de maquillaje verbal que es la marca de la época, ese refrito de la desinflación competitiva de los años 80 (9) conocerá el mismo fracaso que su versión original, al menos por dos razones. En primer lugar, y suponiendo que tuviera alguna eficacia intrínseca, sólo manifestaría sus beneficios en el mediano o largo plazo (Alemania necesitó una década de deflación salarial dura para constituir su actual ventaja competitiva), es decir, en un horizonte temporal fuera de proporción con la urgencia del nuevo comienzo del crecimiento, único capaz de reducir con rapidez los ratios deuda/PIB.
Pero es la misma idea de que todos los Estados europeos adopten abiertamente esta estrategia lo que la condena más seguramente a la inutilidad, porque por definición sólo tiene un sentido unilateral. La ventaja competitiva es un dato relativo, también es muy posible querer que todos adopten el virtuoso modelo alemán, pero solamente al precio de olvidar que su generalización es en sí misma autodestructiva. Tan sólo quedaría la austeridad propiamente salarial que viene a superponerse a la austeridad presupuestaria, y una constricción suplementaria de la demanda interna que viene a agregarse a la ausencia de expansión de la demanda exterior, que se convendrá sería un resultado espléndido. Pero finalmente poco importa: como la ineficacia de las políticas neoliberales nunca fue razón suficiente para recusarlas, le quedan todas las conquistas institucionales almacenadas en el intervalo que las separa del flagrante fracaso, conquistas de las cuales el “pacto por el euro” de marzo de 2011 ya señaló los principales objetivos –reducción de las jubilaciones, facilitación de los despidos, descentralización de los acuerdos salariales, desmantelamiento de los estatutos protegidos (CDI [Contratos de Duración Ilimitada], función pública), conforme a la lógica liberal de que todo lo que puede concebirse como flexibilizante terminará flexibilizado, todos motivos que debemos hacernos a la idea de que pronto serán el nuevo e insistente estribillo de la política económica.
Pero la crisis de las deudas soberanas, cuyos desarrollos en cualquier momento pueden quedar fuera de control, ¿dejará simplemente tiempo a los gobiernos para negociar ese nuevo vuelco? Nada es menos seguro, porque en la actualidad entre las maniobras dilatorias del neoliberalismo y la dinámica de su propia descomposición se establece una carrera de velocidad.
Los banqueros lo harán peor
Las finanzas, que hoy pasaron al modo “pánico”, amanecer de su eterna lógica de probar límites, salieron a alinear a los candidatos al salvamento uno detrás del otro –y cuanto más grandes son los potenciales trofeos, más excitantes–. Actualmente Italia está en el centro de su atención y es de temer que ya no salga, si no es a través del rescate financiero (bail-out). El extravagante nombramiento de primeros ministros tecnócratas-banqueros, barbarismo político tan grosero que incluso los medios de comunicación se dieron cuenta, durará poco. El único mérito que podría reconocérseles a las eminentes figuras de Mario Monti y Lucas Papademos, ¿no es de ser simplemente más creíbles en el manejo de las tuercas, es decir en eso mismo en lo que están fracasando? Lo único que puede esperarse de ellos es que hagan lo mismo que sus antecesores pero peor, o bien constituirse en los promotores de la “devaluación interna” llamada al mismo destino. Es verdad que hace tiempo que Monti mostró sus credenciales europeas al indicar que en el euro veía una oportunidad histórica de “germanizar el enfoque presupuestario” de Italia (10)… Entonces, de aquí a varios años, podría darse que su súbita entrada a la escena política aparezca retrospectivamente como una de esas aberraciones que atestiguan las desesperadas maniobras de un sistema que llega a su fin –ex funcionarios de Goldman Sachs y/o del BCE, ex economistas diplomados en las universidades más consagradas a transmitir la ortodoxia fallida (11), es decir, más o menos el retrato robot de todo lo que fracasó… y no por eso es menos repetido–, además del desprecio de la política democrática, como conviene a todos los gobiernos que se pretenden “expertos”. Seguramente, en la actual situación esos dos hombres providenciales no encontrarán mucho que pueda ayudarlos. Porque desde que se presenta a Italia en lo alto del tobogán, se torna muy evidente que el Fondo Europeo de Estabilidad Financiera (FEEF) ya no está a la altura de su tarea. Un rápido cálculo sugiere que tan sólo Italia agregaría 600.000 millones de euros a las potenciales cargas del FEEF –por ahora dimensionado en 440.000 millones de euros–. Es cierto, la cumbre del 27 de octubre se complació en aumentar la capacidad del Fondo en un billón… pero al anuncio no siguió ningún detalle práctico. Alemania repitió que no se comprometería más allá de su actual límite. En cuanto a los terceros países (China y las petromonarquías) a quienes se les ha pedido limosna, con gran asombro se percibe su escaso entusiasmo ante la idea de embarcarse en la balsa de la Medusa [de salvamento]. Y eso sin imaginar siquiera lo que acontecería con el pobre Fondo si por azar a Italia le sigue España o –¡vaya!– Francia…
Un Fondo desfondado
Por un trágico efecto de serrucho, cada nuevo candidato al salvamento acude al FEEF dos veces: primero –evidentemente– del lado de sus desembolsos, luego del lado de sus recursos, porque ni qué decir que un país, al entrar en la lista de los socorridos, abandona ipso facto la de los salvadores. Sigue una re-nivelación de la carga de conjunto sobre los garantes que quedan… lo que evidencia con mayor crudeza los límites del principio que consiste en salvar del sobreedeudamiento a unos sobreendeudando a otros. En Francia, aun sin llegar al bail out declarado, la simple pérdida de su triple A enviaría al FEEF a pique, amenazado a su vez de perder sus fondos por culpa de su segundo principal contribuyente –y a partir de ahora vemos bien que se trata de un acontecimiento que no habría razón de excluir completamente–.
Para su desdicha, el pobre Fondo está además abrumado por misiones que no le producen nada. Dado que expertos inquietos, sin duda reunidos secretamente por algunos gobernantes en dificultades, querrían que rescatara en los mercados secundarios los títulos soberanos de los Estados miembros en dificultad, como manera de poner un dique al alza de sus tasas de interés. Pero ese tipo de operación no podría ser asunto de un Fondo que, por su esencia, tiene medios limitados –y que, por supuesto, los inversores estarían continuamente “testeando”–. Sólo un banco central, imprimiendo moneda en cantidad virtualmente infinita, puede atravesar la especulación con alguna chance de éxito. Incluso sería necesario que se decidiera a ello, y más aún, que lo dijera alto y fuerte, es decir, anunciando compromisos ilimitados, única manera de impresionar a los mercados y hacerlos retroceder. El BCE no hace ni lo uno ni lo otro. Sin duda interviene, en este mismo momento, pero tan poco como le es posible y casi avergonzado, en cualquier caso arrastrando ostensiblemente los pies, y siempre demasiado tarde, mientras que la situación ya superó sus umbrales críticos de deterioro.
Es que el BCE es una de las altas esferas de la tara europea: prisionero de dogmas absurdos, reglas paralizantes y obsesiones alemanas, es también el epicentro del problema objetivo de riesgo moral en el seno de una comunidad de políticas económicas conducidas independientemente pero solidarizadas de hecho por su común pertenencia a la Eurozona. Acorralado, hoy día el BCE intenta regular con todo el esmero que puede una posición de compromiso donde se juega su propia existencia. Intervenir masivamente, como se le pide en la actualidad, equivaldría a sus ojos a validar la inconducta de los Estados con finanzas degradadas, y lo que es más, sugiriéndoles implícitamente la posibilidad de abusar de él de nuevo, como último recurso siempre disponible –es decir, la peor incitación posible a la ortodoxia presupuestaria de la cual él se considera guardián–. Pero no intervenir es correr el riesgo de dejar que la situación de conjunto se deteriore, a tal punto que la destrucción de la zona euro se convertirá en la única salida posible, y con ella la desaparición del BCE en tanto que tal.
Ser infiel a sí mismo o perecer, he ahí el dilema del cual el BCE intenta salir como puede… ¿Pero no es demasiado tarde? Y por haber sacrificado demasiado sus principios, ¿el BCE no dejó atrás el punto de no retorno?
La generalización de la lógica depresiva, inevitable correlato de austeridades ciegas, en la actualidad alumbra en todas partes hogares especulativos, de donde resultan el alza incontrolable de las tasas de interés (Italia, la última a la fecha, cuyas tasas a diez años pasaron de 5,8% a mediados de octubre a 7,5% a mediados de noviembre) y la degradación acumulativa de la deuda de Estado en cuestión. Francia, temblando, espera conocer su suerte. Sabe que está en la zona gris o, aunque todavía no abiertamente cazada, ya es un blanco en estado latente, entre rumores, “torpezas” de agencia e informes sospechosos (13). Por ahora, todas las economías que entraron en esa zona sólo salieron de ella en el tren de la desencadenada especulación, y obligadas a tomar la dirección del FEEF –pero del lado incorrecto de la ventanilla–.
De la inutilidad de las cumbres repetidas, destinadas a volver a recorrer ad nauseam las inextricables contradicciones de la actual moneda única, hasta los nombramientos en los más altos cargos de tecnócratas que se espera sean providenciales, pasando por la epidemia de falsas alternancias (Grecia, Portugal, Irlanda, Italia, de nuevo Grecia, pronto España, y luego quizás Francia) reemplazando los mismos a los mismos, la zona euro transpira desesperación. Y empieza a apestar a muerto. ¡Quizás no sea la insurrección que llega, sino el descuartizamiento! En realidad ¿el descuartizamiento de quién? La paradoja de la época quiere que sea simultáneamente el de las poblaciones, que ya comenzó, pero quizás también el del propio neoliberalismo. Ya que este último bien podría estar tirando sus últimos cartuchos. Incluso más, porque la inepta “devaluación interna”, el gran salto federal hacia adelante, última solución susceptible de salvarnos a todos, es justo asunto de apenas una media década –no es seguro que las finanzas tengan el buen gusto de esperar hasta entonces–. El campo en ruinas que sucederá al encadenamiento de defaults soberanos y hundimientos bancarios tendrá al menos la poderosa virtud de la tabula rasa, y para todo el mundo, incluidos los liberales. Nunca se vio a un sistema de dominación rendir sus propias armas. Hay que emplear energía, mucha energía, tanto la proveniente de la onda de choque de un derrumbe sistémico como de un levantamiento interno. Que el segundo impulso acompañe al primero, y por todas sus incertidumbres, quizás no estaría tan mal: si del neoliberalismo o de las poblaciones, sólo uno de los dos debiera pasar a mejor vida, que al menos sea él.
Notas:
1. Cumbres “Grecia-1”, 9-5-10; “Irlanda-Portugal”, 28-11-10; “Pacto por el euro”, 11-3-11; “Grecia-2”, 21-7-11; “Grecia-3”, 27-10-11.
2. La profundización espontánea del déficit en fase de recesión que por sí mismo produce un efecto de reactivación.
3. Titulado con perfecta neutralidad: Rompre avec la facilité de la dette publique (La Documentation française, París, 2005).
4. Rapport pour la libération de la croissance française, La Documentation française, París, 2008.
5. Cumbre del Eurogrupo del 11-3-11.
6. Fondo Monetario Internacional, World Economic Outlook, Washington, abril de 2011.
7. Audacia contradictoria de Christine Lagarde, que quería convencer de que el rigor no contradice la reactivación.
8. European Economic Forecast, Autumn 2011, Dirección General “Asuntos Económicos y Financieros”, Comisión Europea.
9. Política que dirigió Pierre Bérégovoy de 1984 a 1993, la desinflación competitiva apunta a sustituir la compresión salarial con la devaluación del cambio para construir la ventaja competitiva en una estrategia de crecimiento originado en las exportaciones.
10. Charlemagne, “The euro’s existential worries”, The Economist, Londres, 6-5-10. 1
1. El Massachusetts Institute of Technology para Papademos y la Universidad Bocconi de Milán para Monti.
12. Véase “Le commencement de la fin”, La pompe à phynance, Los blogs del Dipló, 11-8-11. 13. Como el del think tank brucelense Lisbon Institute (15-11-11).
http://www.rebelion.org/noticia.php?id=141025