Ángel Jozami
La situación financiera y económica de Europa no cesa de agravarse. Desde el estallido de la crisis de la deuda pública o soberana de Grecia, cada semana se ha ido agregando un nuevo componente al pelotón de países “en observación”.
La degradación, hace pocas semanas, de la calificación de los títulos públicos de Portugal y, posteriormente, de España, configuraron rápidamente una crisis de características continentales. Lo que en un principio se quiso mostrar como un problema circunscripto a un país de la periferia europea, se demostró sin tapujos como apenas la punta del iceberg de un desequilibrio generalizado de las finanzas estatales y privadas del conjunto de la Eurozona y de toda la Unión Europea (UE).
Durante mayo, la Comisión Europea anunció un paquete de rescate de Grecia por un monto de 120.000 millones de euros, en lo que constituyó un abierto reconocimiento de que ese país estaba al borde de la quiebra, esto es, de la suspensión de pagos. Pero la inmediata entrada portuguesa y, sobre todo, española, al creciente “club de desahuciados”, llevó a la UE, junto al FMI, a conformar un impreciso fondo europeo de 750.000 millones de euros para ayudar, en caso de necesidad urgente, a pagar vencimientos de la deuda de cualquiera de sus países miembros, en caso de necesidad urgente.
Esa decisión vino acompañada por la exigencia de ajustes draconianos en Grecia y España. La receta, harto conocida en el otrora Tercer Mundo y en la Argentina en particular, consiste en aumentar los impuestos indirectos (IVA), y recortar salarios públicos (que inducen a hacer lo mismo con los del sector privado), jubilaciones, gastos sociales, obras públicas, seguros de desempleo y, por último aunque no en orden de importancia, la liquidación parcial de los sistemas de seguridad social y privatizaciones de empresas públicas (en el caso de Grecia, Rumania, y otros países del Este europeo).
El objetivo de todo esto es provocar una colosal transferencia de recursos desde el sector asalariado hacia los acreedores financieros del Estado para garantizar el puntual pago de las deudas contraídas desde comienzos de la década de los 90 y, en especial, en el último lustro, para sostener un largo ciclo de expansión de los que, como veremos, se han beneficiado las grandes empresas, en particular las del sector financiero.
Este abordaje de la crisis por parte de los gobiernos y del FMI es justamente lo que explica que el plan anunciado no lograra frenar ni un solo día el derrumbe de las Bolsas ni de la cotización del euro frente al dólar y el resto de las divisas fuertes. Y es que a ningún gran acreedor se le escapa que semejante ajuste no hará más que profundizar los procesos recesivos de las economías europeas, agravando la incapacidad de los Estados para hacer frente al pago de las deudas soberanas. Exactamente lo mismo que pasó en la Argentina en 2001 y entre 1997 y 1998 en la crisis de los países asiáticos, así como también en otras naciones latinoamericanas (Ecuador, Perú, etcétera.)
Siguiendo la prescripción de austeridad fiscal a rajatabla, esta semana se incorporaron a este curso deflacionario Gran Bretaña, Alemania, Italia y Hungría, al dar a conocer duros programas similares a los de España y Grecia, y que tienen como meta inmediata la de disciplinarse a las exigencias del “mercado” para evitar una caída en “default” (suspensión de pagos de la deuda) de uno o más países, lo cual pondría en cuestión la continuidad de la moneda única y de la Unión Europea como tal.
DEUDA, BANCA Y AJUSTE
Bien mirado, la deuda pública y los déficit fiscales se dispararon en Europa en los últimos tres años. Exactamente desde el inicio de la actual crisis mundial que comenzó en agosto de 2007 con el hundimiento de las hipotecas “subprime” en Estados Unidos.
Desde entonces, la deuda pública de los países de la Eurozona se incrementó, en promedio y según la oficina estadística oficial de la UE, Eurostat, en un 26 por ciento. Ciertamente, hubo países como España que la aumentaron en un 72,1 por ciento, o Irlanda, en un 218,8 por ciento, u Holanda, en un 38,4 por ciento, bien por encima de la media.
Y es que, al igual que ocurriera en Estados Unidos, el auxilio del Estado y la banca central fue decisivo para evitar corridas bancarias, la quiebra masiva de entidades, el cierre de empresas e, incluso, de las Bolsas. La emisión de deuda y la creación de liquidez por parte de los bancos centrales estadounidense y europeo fue, en ese período, la clave que evitó que el estallido de las burbujas inmobiliarias y bursátiles gestadas a partir de 2002 concluyera en un colapso general de la economía mundial.
Por tanto, el enorme acrecentamiento de las denominadas deudas soberanas, con sus añadidos de falseamiento de los datos fiscales y bancarios (Grecia, España, Hungría), ha sido el resultado directo de la intervención del Estado para rescatar el capital privado de la quiebra.
Pero, si se estudia en profundidad, los niveles de endeudamiento de los Estados europeos vienen en franco aumento desde principios de la década de los 80, cuando se produjo el viraje neoliberal a escala internacional, con sus desregulaciones sin límites, en particular en el sector financiero. Así, por ejemplo, la deuda pública de Francia pasó del 10 por ciento del PBI en 1982 al 75 por ciento en 2009.
En un proceso similar, pero muchísimo más lento que los casos latinoamericanos, los Estados europeos abandonaron progresivamente la fiscalidad directa sobre el capital y las ganancias de las empresas, nacionalizaron y/o privatizaron empresas haciéndose cargo de la deuda de esas compañías y fueron reemplazando los ingresos fiscales perdidos por dos vías: incremento de los impuestos indirectos y endeudamiento con el sector financiero. Los crecientes servicios (pago de intereses de la deuda) fueron estrangulando las finanzas públicas hasta el punto que, también en el caso de Francia, esos pagos constituyen hoy el segundo gasto estatal por encima, incluso, de las partidas militares de defensa.
Con el inicio de la crisis de 2007, se agudizaron las tendencias en toda Europa a la precarización del trabajo y a los constantes pero puntuales ataques al Estado del Bienestar. Ahora, tras el rescate realizado en los últimos tres años de bancos y empresas privadas a través del gasto público, se han puesto de relieve los límites insalvables de los Estados para impedir el desarrollo de la crisis en Europa. Como bien señalaba recientemente el semanario conservador británico The Economist, ahora se plantea “el rescate de los rescatadores”, es decir de los Estados.
Sin embargo, se trata de una tarea difícil. Y, muy probablemente, imposible sin alterar significativamente y duraderamente el marco político y económico de Europa tal como la hemos conocido desde la Segunda Guerra Mundial en adelante.
DESCONFIANZA GENERALIZADA
Desde setiembre de 2008, mes en que quebró el gran banco de inversión estadounidense Lehman Brothers y puso a la economía mundial al borde de una nueva Gran Depresión, las acciones de los bancos europeos han perdido casi la mitad de su valor, de acuerdo con el índice FTSE de la Bolsa de Londres.
En estos días como en aquéllos de setiembre de 2008, aunque no en el mismo grado, las entidades financieras temen prestarse entre ellas. El costo del dinero en el mercado interbancario se ha elevado hasta el 0,76 por ciento mensual para los mayores dieciséis bancos europeos y supera el uno por ciento mensual para las casas de menor porte.
Este síntoma de desconfianza entre bancos expresa el miedo por no saber cuál es exactamente la situación real de las carteras de las entidades. Existen sectores bancarios nacionales que presentan altísimos niveles de riesgo frente a sus deudores hipotecarios, como en el caso de España, donde particulares y constructores deben, por préstamos para comprar o construcción de inmuebles, la friolera de 600.000 millones de euros, y con la morosidad en aumento permanente.
También temen (y se teme por lo que pueda ocurrir con ellos) los grandes bancos acreedores de bancos y de los Estados de Grecia, Italia, España o Portugal, como es el caso de las entidades francesas y alemanas. O de entidades financieras que tienen sus carteras repletas de títulos tóxicos heredados de la crisis “subprime” y sus derivaciones, y/o de bonos de la deuda soberana de los países en alto riesgo de quiebra.
La política de cortar las deudas públicas es una exigencia de estas mismas entidades financieras, bancarias, de seguro, fondos de inversión y bursátiles, para asegurarse una transferencia de ingresos regular que les garantice el cobro de sus acreencias y les permita enfrentar, a su vez, los compromisos contraídos con terceros. Esta es la raíz de este resurgimiento y de esta ofensiva neoliberal canalizada a través de la UE y de sus gobiernos, y que traduce el fortalecimiento relativo del capital bancario y de la derecha política en la actual coyuntura europea.
Para tener una idea de lo que está en juego, el porqué de la feroz exigencia de ajustes brutales y el sometimiento casi completo de los gobiernos a la misma, es interesante exponer algunas cifras de las deudas cruzadas entre la banca europea, empresas y particulares, de acuerdo al informe trimestral de marzo del Banco Internacional de Pagos.
Los bancos de España deben 240.000 millones de euros a los de Alemania; 195.811 a los de Francia; 119.472 a los de Gran Bretaña; 126.000 a los de Holanda y casi 53.000 millones a los estadounidenses. Esta cifra hace palidecer a los acreedores, pues una suspensión de pagos española los llevaría a la bancarrota. Para tener una idea del peso de esta deuda, hay que tener en cuenta que Grecia debe “sólo” 43.000 millones de euros a Alemania y 75.000 millones a Francia. El caso de Italia es, quizá, el más serio: la banca y las empresas de la península adeudan 840.000 millones de euros a los bancos franceses, alemanes, británicos y holandeses.
Éstas son apenas algunas, si bien las más importantes, de las deudas que enfrentan bancos y empresas europeas. Y los mayores peligros los enfrentan los bancos de los países que son el eje de la UE: Alemania y Francia.
Hoy por hoy, son los intereses de esa banca la que dicta la política de ajuste que propician sus gobiernos en toda Europa. No se trata de una lógica económica y financiera neutra o abstracta. Para el Premio Nobel, Paul Krugman, los planes de austeridad que está poniendo en marcha la UE son “masoquismo” que no resuelven la crisis sino que la profundizarán y la extenderán al resto del mundo. Como bien lo ha experimentado la Argentina en carne propia, esta política económica tiene una lógica: la del capital financiero acorralado y desesperado.
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