Jaume Asens · Gerardo Pisarello
Recortar los derechos de las clases populares y afectar los servicios públicos para contentar a los "mercados" se está convirtiendo en la receta generalizada de la Unión Europea para salir de la crisis. Aunque apelan al sentido de la responsabilidad, estas medidas no resisten un análisis detenido. Son inaceptables en términos éticos, ya que propician una injusta distribución de cargas entre quienes tienen más y quienes menos tienen y absuelven, en cambio, a los verdaderos culpables del desaguisado actual. Son un despropósito desde el punto de vista económico, entre otras razones, porque suponen ahondar el marco recesivo de los últimos años. Y resultan inadmisibles en el plano jurídico, porque entrañan el incumplimiento de compromisos asumidos hace tiempo por los gobiernos europeos, así como la frustración de las expectativas legítimas de millones de personas.
En el caso español, cuando se aprobó la Constitución, reputados juristas vinculados al PSOE sostuvieron que el reconocimiento de principios como los del Estado social o el de igualdad debía entenderse como una barrera frente a las actuaciones regresivas del poder. Si no se podía obligar a un gobierno a satisfacer todos los derechos sociales de la noche al día, sí cabía, en cambio, imponerle la obligación de no generar retrocesos arbitrarios en relación con las conquistas adquiridas.
Este principio de no regresividad ha sido recogido, de modo directo o indirecto, por diversos tribunales constitucionales. En su tiempo, el español dejó dicho que el legislador no podía recortar derechos laborales sin razón suficiente (STC 81/1982) o desvirtuar el régimen público de instituciones como la Seguridad Social (STC 37/1994). En febrero de este año, por su parte, el tribunal constitucional alemán entendió que algunos recortes en los subsidios de desempleo decretados en la era Schroeder suponían una vulneración del derecho a una vida digna contemplado en la Constitución.
Para los cultores del realismo de corto plazo, estos razonamientos sólo valdrían en épocas de crecimiento económico, cuando la financiación de los derechos sociales no resulta conflictiva ni comporta mayores operaciones redistributivas. Con arreglo, sin embargo, al Pacto Internacional de Derechos Económicos Sociales y Culturales de 1966, ratificado por el Estado español, la prohibición de retrocesos arbitrarios debe observarse sobre todo en tiempos de crisis. Es entonces cuando los poderes públicos deben emplear todos sus esfuerzos, y hasta el máximo de recursos disponibles, para evitar que los ajustes recaigan en los colectivos más vulnerables.
A pesar de su declamado compromiso con la legalidad internacional y constitucional, el Gobierno se ha apartado abiertamente de esta exigencia de tutela del más débil. Ya lo hizo al limitar de manera desproporcionada los derechos de los inmigrantes, en la última reforma a la ley de extranjería, o de los inquilinos, con la llamada ley del deshaucio exprés. Lo ha vuelto a hacer ahora con el ataque vía decreto a los derechos de pensionistas, funcionarios, personas dependientes y familias con recién nacidos. Y volverá a hacerlo, si nadie se lo impide, con la contrarreforma laboral que, como una espada de Damocles, pende sobre el conjunto de la población trabajadora.
Además de vulnerar la prohibición de regresividad, estas medidas conculcan principios jurídicos elementales como la prohibición de discriminación, la seguridad jurídica o el derecho a la negociación colectiva. El Gobierno se ha empecinado en llevarlas adelante, consciente de que el Partido Popular y las propias clases dirigentes europeas comparten la filosofía de fondo. Sin embargo, ni está claro que sirvan para saciar a los grandes tiburones financieros ni son el único camino posible. Las alternativas existen, y se han recordado insistentemente a lo largo de estos días. El control democrático de la banca sigue siendo medular, aunque el listado es amplio: una lucha decidida contra el fraude fiscal y la corrupción, la recuperación de impuestos irresponsablemente eliminados como el de patrimonio o sucesiones, el aumento de la presión fiscal sobre rentas altas y grandes fortunas, la modificación del impuesto de sociedades o la reducción de partidas como las destinadas al Ejército, la Iglesia o la Casa del Rey.
Una actuación decidida en estos ámbitos permitiría afrontar la crisis sin tener que abdicar de las obligaciones que el orden constitucional e internacional impone a los poderes públicos. Pero nada de ello ocurrirá por arte de magia. Los derechos, como decía Martin Luther King, necesitan ayuda. Y esta, en última instancia, sólo puede provenir de la organización y movilización ciudadana orientada a su conquista y defensa. En su momento, las huelgas generales y la protesta en las calles morigeraron de manera decisiva los ajustes impuestos por Felipe González y José María Aznar. Recuperar esta lección, y proyectarla a escala europea, es una condición indispensable para que los responsables de la crisis actual no se salgan con la suya, una vez más, en detrimento de los intereses de la gran mayoría.
Sem comentários:
Enviar um comentário