Pedro Montes
De repente se hizo la luz. Toda la angustia desatada por la crisis financiera europea se ha visto disipada por un descubrimiento que puede remediarla de inmediato. Los expertos de la derecha, Felipe González con su profundo conocimiento de la economía y hasta la izquierda han hallado una solución que entusiasma lógicamente a todos. Deberíamos gritar: ¡Milagro! ¡Milagro!, o los menos creyentes y más atraídos por la ciencia: ¡Eureka! ¡Eureka!
La solución: que el Banco Central Europeo -BCE- compre toda la deuda pública soberana de los países del euro necesaria para acabar con la presión de los mercados y la especulación contra algunos países. Se trataría de repetir lo que ha hecho la Reserva Federal en Estados Unidos, que ha comprado masivamente cientos de miles de millones de dólares de bonos emitidos por el gobierno estadounidense para hacer frente a las diversas consecuencias de la crisis.
En otros tiempos esto se llamaba monetizar el déficit, algo poco ortodoxo pero de gran ayuda para conducir la política económica: ante una situación deficitaria, los gobiernos acudían al banco emisor y obtenían el dinero necesario para lo que estimasen conveniente a cambio de nada: antes, unos títulos de deuda pública grabados en buen papel; ahora, un asiento contable y virtual en el balance del Banco Central. Una buena manifestación del poder del Estado cuando mantiene su soberanía plena.
Como decía, ante la inquietud que recorre Europa, algo tan elemental debería haberse pensado hace tiempo, al punto de que sorprende que siendo un remedio tan sencillo no se les haya ocurrido antes a quienes ahora lo proponen. Si bien, y por la misma razón, cabe preguntarse si una operación tan natural oculta problemas que se nos escapan. Y sí los hay, como trataré de exponer.
Estados Unidos es un país que emite una moneda, el dólar, que cuenta con un presupuesto federal único y con la capacidad del Gobierno de emitir deuda pública y hacérsela comprar a su Banco Central, la Reserva Federal. Si el BCE decidiera hacer lo mismo, tiene antes que pensar qué deuda adquiere entre la de cada uno de los 16 países integrados en el euro. Porque tratándose de un favor o de un regalo, si llegara a mantenerse indefinidamente en su balance la deuda comprada, debe preguntarse a qué países beneficia y en cuánto. Si hubiera un sistema fiscal único en la zona del euro la cuestión se parecería a la de Estados Unidos, pero ocurre, y es una de las grandes carencias del euro, que cada país tiene su propia fiscalidad y sus propias cuentas públicas, de modo que, puestos a distribuir regalos, hay que pensar en algún criterio para hacerlo.
Se comprende que dar a cada país lo que quiera es un disparate, porque sería darle a la máquina de hacer dinero sin ningún control, la política monetaria dejaría de existir y la inflación se alimentaría hasta un punto insostenible. Además se abriría una guerra de gasto público, puesto que los países dejarían de vigilar sus presupuestos pensando que los déficit los cubriría el BCE a costa del resto de países miembros del euro. Como esas cenas en los restaurantes en que la factura se eleva sin freno cuando cada uno, al pedir su plato, piensa que su exceso lo distribuye entre el resto de comensales. Y aunque se trata de un aspecto formal, susceptible de cambiarse en cuanto otros intereses superiores entren en consideración, el BCE tiene entre sus objetivos declarados controlar la inflación en el 2% anual, cosa que sería imposible si no está en sus manos controlar la cantidad de dinero que crea y pone en circulación.
Se estará de acuerdo, pues, en que a la panacea descubierta hay que ponerle límites o reglas. Hay que fijar qué cantidad de deuda soberana debería comprar el BCE de cada país, atendiendo a algunos criterios, como podrían ser: un porcentaje del PIB, o de la deuda pública en circulación o, bien, del déficit público, si se tratara de ayudar a los países con más problemas.
Pero esto remite a una cuestión de fondo que está latente en la falta de acuerdo que existe entre los países europeos y el rechazo de la canciller alemana y el presidente francés a entrar en el juego de la compra de deuda pública o la emisión de eurobonos, que para el tema que se expone es equivalente: deuda pública avalada por todos los países del euro para aliviar la presión de los mercados sobre la deuda pública de algunos de ellos.
Alemania en primer lugar y otros países sin problemas también deben pensar que no es lógico que se compre deuda pública de los países con más desequilibrios, ya sea por el volumen de deuda acumulada o por los déficit actuales a los que tienen que hacer frente. Si ellos han cumplido en el control de sus cuentas públicas y, sobre todo, si han llevado y mantienen una política fiscal más rigurosa y pagan más impuestos -lo que ha permitido no sólo mantener un estadio del Estado del bienestar más desarrollado, sino evitar incurrir en déficit insostenibles- no cabe esperar que sean proclives a cubrir los agujeros fiscales de los países más irresponsables, como ya han dicho Merkel y Sarkozy al rechazar la emisión de eurobonos. (Lo cual no prejuzga que no puedan cambiar de opinión si para sus intereses respectivos consideran que conviene otra opción, como gobernantes de países fuertemente acreedores).
Los ingresos públicos de Alemania representaron el año 2008 el 43,9% del PIB -elijo este año para evitar las cifras de 2009 que, tras el impacto de la crisis, arrojan diferencias más acusadas-. Otros ejemplos: Francia el 49,5%, Austria el 48,2%, Holanda el 46,6%. En contraste, Irlanda el 35,4%, España el 37,1%, Grecia el 39,7% y Portugal el 40,6%. Es evidente que los ciudadanos de los primeros países hacen un esfuerzo fiscal considerablemente mayor que los ciudadanos de los PIGS, por lo que no debe ser fácil vender a la opinión pública de aquéllos que ahora se debe comprar sin restricciones la deuda pública de éstos.
Todo ello sin entrar en grado de progresividad de los respectivos sistemas fiscales y en el nivel de rigor en la aplicación de las normas impositivas, pero no está de más recordar que en nuestro país las últimas reformas fiscales han tenido un marcado carácter regresivo con la rebaja de los tipos en el IRPF, el tratamiento de las rentas de capital y las reducciones del impuesto de sociedades (por no hablar de la eliminación del impuesto de patrimonio, la casi desaparición en muchas comunidades autónomas del impuesto de donaciones y sucesiones…). Por expresarlo de un modo en apariencia demagógico pero real, bien pudiera ocurrir que ahora se pretendiera que los trabajadores alemanes financiaran al Estado español por la ligereza e irresponsabilidad de los gobiernos del PP y del PSOE al implantar una política fiscal profundamente injusta, regresiva e insuficiente.
Existe, pues, un problema de fondo grave cuando se trata de resolver la crisis financiera europea proponiendo que el BCE compre deuda de los países del euro. Si, como se ha insinuado, la compra de deuda por el BCE también debe extenderse a deuda privada, todo lo dicho se recrudecería. Se trataría ahora de que, en una gran operación de rescate y de socialización de pérdidas, todos los ciudadanos de la zona del euro tuvieran que compensar los errores, los abusos, la asunción ciega de riesgos, la especulación y la corrupción que han cometido, incluidos los bancos, las empresas privadas. Nuestro país es un ejemplo sin parangón de todo ello.
Se cargan estos días las tintas contra la canciller Merkel y se afirma que Alemania no está a la altura de las circunstancias, supongo que como una fórmula de sacudirse las responsabilidades propias por parte de algunos gobiernos europeos y de eludir el fiasco en que ha quedado el proyecto de la unidad europea tras el fracaso del euro, tan unánimemente respaldado en su día por lo que pueden considerarse todas las fuerzas vivas de Europa. Los desastres ocasionados por un proyecto tan disparatado están pasando factura, pero sería injusto buscar chivos expiatorios porque, cuando se aprobó el Tratado de Maastricht y la creación de la moneda única, pocas voces, por contar alguna, denunciaron el mal camino emprendido y los peligros que acechaban.
Se suele decir que Alemania siempre ha buscado su interés a la hora de manejar todo lo relacionado con el euro: la política monetaria seguida por el BCE, el tema del pacto de estabilidad, o la cotización del euro frente al dólar y a otras divisas. Pero esa es una acusación tan ingenua que quienes la hacen descubren un fondo intelectual muy liviano, al hacer ostentación de la ignorancia de qué es y cómo funciona el capitalismo. Alemania, y Francia, y los banqueros suizos, y Botín, y los autónomos españoles, y los cosecheros de vino, y los trabajadores cuando piden subidas salariales, todos buscan su interés porque éstas son las reglas del sistema.
Es indudable que la unión monetaria, al eliminar las monedas propias y fijar por tanto tipos de cambio irreversibles entre países con capacidades económicas muy diferentes, era un montaje muy desequilibrado y asimétrico a favor de los más poderosos, con Alemania a la cabeza. Pero descubrirlo a estas alturas es un lamento patético. Y pretender ser compensados ahora por ello, en medio además de una crisis general que exacerba los intereses particulares, es una petición infantil grotesca. Eso del interés general, o del espíritu europeo, es moralina para engañar a ilusos o gente de buena voluntad. El fariseísmo queda fuera de lugar. Ahora hay que aguantar la crisis que el neoliberalismo, con su exaltación del mercado y el proyecto mercantil de la construcción de Europa, ha desatado.
Como decía, el descubrimiento del milagro que puede realizar el BCE recorre transversalmente a todas las ideologías. Como es lógico la derecha -y ahí incluyo al gobierno del PSOE- pretende presionar y obtener algunos regalos, ganar tiempo, buscar protección, taponar la crisis que se avecina, generalizar el problema, evitar el desastre del euro y salvarlo si es posible, dado el alto rendimiento que ha dado para imponer políticas neoliberales. Todavía intenta sacar provecho de la situación impulsando reformas como la de las pensiones, la del mercado de trabajo o la negociación colectiva, que nada tienen que ver con las causas de la crisis y nada aportan a su solución.
Más sorprendente es que también haya voces en la izquierda que consideran que el BCE debe participar activamente en solucionar la crisis. Parece como si no hubieran sacado conclusión alguna de la Europa de Maastricht, ni de la experiencia del euro, que no tuvieran opinión del origen y de las causas de la crisis y, más grave aún, que no hayan tomado conciencia de los peligros que corre nuestro precario Estado del bienestar. Respaldar la idea de un “rescate” por las instituciones europeas es aceptar de antemano las condiciones siniestras que suelen imponer, como ya lo resienten los ciudadanos griegos y los irlandeses.
No es el papel de los intelectuales de la izquierda comportarse como hombres de Estado que cargan sobre sus livianos hombros los problemas del sistema y tratar de aparecer como personas sensatas y razonables ante un desastre tan pavoroso como se ha generado. No es hora de esforzarse en buscar soluciones correctas para ser aceptados, sino de pensar en cómo defender los intereses de la clase obrera y los sectores sociales más crudamente castigados por la crisis ante las tormentas que se avecinan. Deberían tomar ejemplo de la coherencia con que la derecha y el gobierno servil del PSOE preservan los privilegios de las clases pudientes. Con casi 5 millones de parados, encuentran razones sobradas y justifican sin pudor alguno, ayer, la reforma para abaratar y facilitar el despido, mañana, la reforma de las pensiones para elevar la edad de jubilación a los 67 años. Por supuesto, por el bien del país.
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