Carlos Miguélez Monroy
Si los gobiernos occidentales antepusieran los derechos humanos de las poblaciones civiles, no incrementarían sus ventas en armamento a los gobiernos de estos países para sostener una industria, quizá la única, que no ha conocido crisis económica alguna.
Algunos gobiernos justifican, en plena época de crisis, el envío de soldados a zonas de conflicto con labores de reconstrucción, con ayuda humanitaria y con protección para la población civil. Esta práctica se guía por el principio de injerencia humanitaria, en el que se anteponen los derechos humanos de la población civil al derecho de libre determinación del Estado donde se cometen los abusos.
Llamarían inhumano a quien permaneciera impasible ante el sufrimiento de miles de seres humanos. Pero no utilizan el mismo criterio para calificar la injusticia que supone remendar y perpetuar situaciones de violencia creadas por el insaciable negocio de las armas. Los países ricos no cierran las fábricas porque la necesidad de “seguridad”, como la guerra contra el terror, es infinita. El 85% de los muertos en conflictos armados son civiles. En la Primera Guerra Mundial, sólo el 5%. Ya en la Segunda Guerra Mundial, el 66%.
Si los gobiernos occidentales antepusieran los derechos humanos de las poblaciones civiles, no incrementarían sus ventas en armamento a los gobiernos de estos países para sostener una industria, quizá la única, que no ha conocido crisis económica alguna. En 2009, Estados Unidos aumentó su venta de armas al extranjero un 5%. En España, el aumento alcanzó un 44% en el peor año de crisis económica.
Los beneficios de esta industria en el mundo podrían seguir esta tendencia si se prolongara una crisis económica que promete importantes carestías. La inestabilidad económica sirve de caldo de cultivo para que se vea amenazada la paz social. Poco tardarían los Estados al servicio de los poderes financieros y de grandes grupos de poder en contratar “seguridad” privada o en vender más armamento para “apagar” la violencia. Esa doctrina de “primero el orden y luego la justicia” parte de una premisa falsa al llamar paz a lo que es la ley del más fuerte.
La auténtica paz no es “ausencia de guerra”, sino el resultado de un bienestar general. Para ello existe un reconocimiento internacional del derecho a la vida, libertad de expresión, juicio justo, a poder reunirse y protestar, a un techo, a comida, a un trabajo en condiciones dignas y seguras.
Desde los años ’90, la Unesco ha promovido el concepto de “cultura de paz”, entendida como “una serie de valores, actitudes, comportamientos y modos de vida que rechacen la violencia y prevengan los conflictos al combatir sus causas para resolver problemas por medio del diálogo y la negociación entre las personas, los grupos y las naciones”. Forman parte de esa agenda la educación, la participación ciudadana, la responsabilidad de los medios de comunicación y el respeto a los principios de soberanía, integridad territorial e independencia política.
Un ambiente como el que han creado los ejércitos ocupantes y las empresas de seguridad subcontratadas es incompatible con esa cultura de paz porque conculcan derechos fundamentales para la paz. La “justicia” del vencedor que imponen crea un mayor clima de inseguridad y alimenta la “necesidad” de las armas y quienes las disparan para “defenderse”. La labor de estas empresas o la venta de armas tendrían sentido en países que gozaran de una auténtica paz, fruto de la justicia.
“La guerra contra el terror ha sido una bendición para los dirigentes neoconservadores, por la razón de que no se puede ganar”, sostiene Susan George. Esto crea una demanda de seguridad que cubren las empresas privadas y el aún más poderoso lobby industrial armamentístico, interesado en escenarios bélicos para maximizar sus beneficios.
Los llamados Estados fallidos no necesitan intervención humanitaria para reconstruir lo que han destruido los ejércitos y los intereses comerciales de los países ricos. Basta con ver en un mapa cómo coinciden muchos conflictos armados con regiones ricas en materias primas, donde se han desplegado las empresas militares privadas con sus armas. Si la ayuda consiste en hacer negocio de la destrucción y la reconstrucción, los países no necesitan ninguna injerencia disfrazada de ayuda humanitaria. Porque no se puede confundir justicia con caridad.
Algunos gobiernos justifican, en plena época de crisis, el envío de soldados a zonas de conflicto con labores de reconstrucción, con ayuda humanitaria y con protección para la población civil. Esta práctica se guía por el principio de injerencia humanitaria, en el que se anteponen los derechos humanos de la población civil al derecho de libre determinación del Estado donde se cometen los abusos.
Llamarían inhumano a quien permaneciera impasible ante el sufrimiento de miles de seres humanos. Pero no utilizan el mismo criterio para calificar la injusticia que supone remendar y perpetuar situaciones de violencia creadas por el insaciable negocio de las armas. Los países ricos no cierran las fábricas porque la necesidad de “seguridad”, como la guerra contra el terror, es infinita. El 85% de los muertos en conflictos armados son civiles. En la Primera Guerra Mundial, sólo el 5%. Ya en la Segunda Guerra Mundial, el 66%.
Si los gobiernos occidentales antepusieran los derechos humanos de las poblaciones civiles, no incrementarían sus ventas en armamento a los gobiernos de estos países para sostener una industria, quizá la única, que no ha conocido crisis económica alguna. En 2009, Estados Unidos aumentó su venta de armas al extranjero un 5%. En España, el aumento alcanzó un 44% en el peor año de crisis económica.
Los beneficios de esta industria en el mundo podrían seguir esta tendencia si se prolongara una crisis económica que promete importantes carestías. La inestabilidad económica sirve de caldo de cultivo para que se vea amenazada la paz social. Poco tardarían los Estados al servicio de los poderes financieros y de grandes grupos de poder en contratar “seguridad” privada o en vender más armamento para “apagar” la violencia. Esa doctrina de “primero el orden y luego la justicia” parte de una premisa falsa al llamar paz a lo que es la ley del más fuerte.
La auténtica paz no es “ausencia de guerra”, sino el resultado de un bienestar general. Para ello existe un reconocimiento internacional del derecho a la vida, libertad de expresión, juicio justo, a poder reunirse y protestar, a un techo, a comida, a un trabajo en condiciones dignas y seguras.
Desde los años ’90, la Unesco ha promovido el concepto de “cultura de paz”, entendida como “una serie de valores, actitudes, comportamientos y modos de vida que rechacen la violencia y prevengan los conflictos al combatir sus causas para resolver problemas por medio del diálogo y la negociación entre las personas, los grupos y las naciones”. Forman parte de esa agenda la educación, la participación ciudadana, la responsabilidad de los medios de comunicación y el respeto a los principios de soberanía, integridad territorial e independencia política.
Un ambiente como el que han creado los ejércitos ocupantes y las empresas de seguridad subcontratadas es incompatible con esa cultura de paz porque conculcan derechos fundamentales para la paz. La “justicia” del vencedor que imponen crea un mayor clima de inseguridad y alimenta la “necesidad” de las armas y quienes las disparan para “defenderse”. La labor de estas empresas o la venta de armas tendrían sentido en países que gozaran de una auténtica paz, fruto de la justicia.
“La guerra contra el terror ha sido una bendición para los dirigentes neoconservadores, por la razón de que no se puede ganar”, sostiene Susan George. Esto crea una demanda de seguridad que cubren las empresas privadas y el aún más poderoso lobby industrial armamentístico, interesado en escenarios bélicos para maximizar sus beneficios.
Los llamados Estados fallidos no necesitan intervención humanitaria para reconstruir lo que han destruido los ejércitos y los intereses comerciales de los países ricos. Basta con ver en un mapa cómo coinciden muchos conflictos armados con regiones ricas en materias primas, donde se han desplegado las empresas militares privadas con sus armas. Si la ayuda consiste en hacer negocio de la destrucción y la reconstrucción, los países no necesitan ninguna injerencia disfrazada de ayuda humanitaria. Porque no se puede confundir justicia con caridad.
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