En 1988 Raví Bartra, un superman de la economía americana, publicaba un libro que fue record de ventas: «Cómo sobrevivir a la gran depresión de 1990». En él aconsejaba diversos comportamientos para superar una crisis que se agudizó diez años después de lo previsto por el autor. Como tantos otros expertos Bartra creía en una depresión de carácter temporal y confiaba en una reacción del sistema. Como tantos otros teóricos jamás supuso Bartra que el crujir del modelo de sociedad neoliberal supusiese algo más que un momento complicado. La resistencia a admitir que es el modelo económico lo que naufraga ha malogrado, una vez más, el tránsito menos doloroso a un socialismo que un gran economista de la burguesía, Joseph Schumpeter, declaraba como nuevo e inevitable rostro del mundo. Aclaremos: hablamos de socialismo y no de socialdemocracia, que constituye un miserable placebo para ocultar el desastre neoliberal.
Bastarían, sin embargo, dos párrafos del Bartra de 1988 para situarnos ante la realidad económico-social sin veladuras. En el primero afirma este economista indoamericano: «El océano de endeudamiento en que actualmente flota la economía estadounidense no tiene ningún precedente en la historia de nuestro país». A finales del 1987 esta deuda era de ocho billones de dólares en cifras absolutas, de los que 3,2 billones había que contabilizarlos en la deuda de los consumidores. La deuda total superaba con un índice de 2 el producto nacional bruto. Esta deuda es la que ha hecho imposible reparar la herida mortal del mercado inmobiliario, por ejemplo.
Segundo párrafo: «Lo que interesa son los beneficios grandes y fáciles, pero estos beneficios no pueden darlos las verdaderas inversiones sino sólo las especulaciones». Los ricos, proseguía Bartra, no invierten sino especulan. Y ponía como ejemplo de dinero fácil, pero improductivo socialmente, el que generan las absorciones de empresas, negocio de carácter altamente especulativo y que destruye puestos de trabajo. Las absorciones expresan la autofagia que practica el sistema para sostenerse en pie.
Pero la clave para entender la ruina económica que nos maltrata a todos está ahí: en la destrucción de puestos de trabajo, o lo que es igual, en la destrucción del consumo. Digamos, en este punto, que la creación millonaria de puestos de trabajo que mencionan los líderes de los partidos turnantes constituye una falacia estadística, ya que trata de ocasiones coyunturales de trabajo, no de puestos asignados firmemente y que sólo puede crear la economía cuando crece en mancha de aceite y mantiene su organicidad, esto es, su carácter integral, en cuyo marco el empresario, el trabajador y quien consume habitan el mismo espacio. Los teóricos que hablan ahora de anarcocapitalismo señalan como imposible una economía en la hipótesis, tan real ya, de que el empresario sea alemán, el trabajador radique en Marruecos y el consumidor sea español. La llamada deslocalización empresarial revela la perversidad y hondura de la crisis. Muchos consumidores, que se lanzan sobre los productos de bajo precio provenientes de pueblos hundidos en la miseria, no calibran que un mercado así es de plazo corto y que contribuye a la ruina de la población que se cree favorecida, ya que anula su mecánica productiva. El endeudamiento social, que nos lleva a pensar en meses de quince días para sobrevivir, tiene en esa desintegración del mercado su explicación. El dinero que se maneja es un dinero sin respaldo productivo, puro cebo bancario en una pesca que se agota en si misma. Moneda de plástico creada por el negocio neocapitalista, que ha convertido el dinero en la única mercancía válida. El rey Midas murió de hambre cuando consiguió que todo lo que tocara se convirtiera en oro.
Como era de esperar, a fin de que la responsabilidad de los gestores de la economía actual quede impune, hubo que crear recursos dogmáticos -la nueva religión- para que la ciudadanía no se duela de la extenuación a la que es sometida y crea, por el contrario, en el carácter puramente cíclico de la crisis actual -«todo mejorará en el próximo semestre»-. Entre los dogmas que han calado en la mentalidad popular, para ocultarnos la dificultad creciente para sobrevivir, tres tienen particular importancia. En primer término el dogma de la superioridad de la empresa privada sobre la pública. En segundo término la repetición machacona de que la superación de la crisis, que es estructural y no transeúnte, está en el aumento de la productividad. Y en tercer lugar figura el dogma de que reducir la presencia del Estado en la economía estimula la competitividad.
Vamos a darles una vuelta somera a estos tres dogmas que impiden una verdadera reacción popular encaminada al cambio radical del modelo de sociedad. El dogma de la superioridad de la empresa privada no resiste un mínimo análisis si se tienen en cuenta los fabulosos despilfarros que caracterizan a la gran empresa, cuyos dirigentes consagran cantidades ingentes, sobre todo de dinero público, para conseguir el poder social que ambicionan. La simbiosis entre empresa privada y poder público, que genera un escandaloso intercambio de dirigentes entre ambos sectores, constituye hoy la base de la economía especulativa de índole financiera, tan fugaz e irresponsable. La gran empresa privada ha dejado además de ser responsable de sí misma dado el respaldo del poder público mediante las intervenciones de achique desde el estado. Finalmente cabe decir que la supuesta privacidad en la economía reduce a nada la presión ciudadana, obviamente más ejercitable sobre la empresa pública.
El segundo dogma, dirigido a confiar al aumento de la productividad el remedio de la radical crisis económica que sufrimos, parte de una falsificación flagrante del concepto de productividad, que no debe significar una mayor producción con trabajo barato y salarios antisociales, sino un mejor trabajo a fin de multiplicar las implantaciones empresariales, suscitar un firme consumo mediante la mejora de las condiciones salariales y laborales y, finalmente, racionalizar la producción para atender a las necesidades reales, sin crearlas artificialmente. La pobreza actual, en aumento verificable, no sólo es absoluta en los pueblos declarados innecesarios y condenados por ello a muerte, sino que se multiplica en forma relativa en las sociedades llamadas desarrolladas. La pobreza relativa viene significada por la incapacidad para acceder con cierta facilidad a los productos que nos inundan, muchos de ellos absolutamente prescindibles para gozar una vida benéfica.
En cuanto al tercer dogma, que subraya, sin mayor explicación, la necesidad de reducir la intervención estatal en la economía, encubre una falsedad terminante. Cualquier mediano observador de la realidad económica sabe que las grandes empresas que usufructúan los seis sectores poderosos -según Bairoch, las armas, la alimentación, la quimiofarmacia, las materias primas, el transporte y la información, dejando aparte la riqueza y el poder que apareja la droga- son potentes en razón a la cuota de estado de que disfruten, ya que el quehacer económico en esos sectores está poderosamente protegido por una minuciosa legislación. El estado es ya una larga mano de quienes reinan en los sectores indicados mediante una pirámide que se estrecha crecientemente y que producirá al fin su propia destrucción, habiendo de pagar la ciudadanía, en forma de impuestos crecientes y salarios menguantes, el gasto del inmenso cataclismo. El estado es ya el activo fundamental de esas poderosas corporaciones.
No llegamos al veinte de cada mes. La fisiología empresarial burguesa ya no funciona. Sólo existe la libre competencia en el ámbito de la pequeña o mediana empresa. En la pequeña la proletarización de sus gestores es evidente, pero ¿quién acepta que es un nuevo proletario? La religión que desvela ha sido sustituida por la religión que encubre.
www.insurgente.org - 18.10.09
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