Miguel Guaglianone
El día 5 de mayo (al año exacto de haberse aprobado la “ayuda” a Grecia) el Fondo Monetario Internacional y el Banco Europeo decidieron proporcionar al estado portugués una “ayuda económica” del orden de los 98.000 millones de dólares. Claro que no es gratuita, para recibirla el gobierno portugués deberá realizar “cambios profundos” en su estructura económica.
Aplicando estrictamente la “receta” que desde hace más de tres décadas el FMI viene imponiendo a los estados en problemas económicos, Portugal deberá “modificar su esquema impositivo” (aumentar radicalmente los impuestos a la población), “reducir gastos” (recortar y suspender los gastos sociales), “capitalizar el estado” (privatizando las empresas públicas a precios de gallina flaca) y algunas otras medidas del mismo tenor. Todas ellas intentan solucionar el déficit estatal cargando sobre las espaldas de las mayorías el sacrificio y el ajuste de cinturones.
Esto podría ser hasta razonable si constituyera, en el mejor de los casos, un sistema efectivo, pero la aplicación de esta receta (que viene dándose en diferentes países durante varias décadas) no ha solucionado en absoluto los problemas de ningún estado ni de ninguna población. No hay ejemplo mejor que el de la Argentina de Menem, que aplicó el plan al pie de la letra, con el único resultado para el país de aumentar el empobrecimiento, tanto de sus gentes como del estado. Han sido necesarios violentos cambios de gobierno, grandes golpes de timón en las políticas económicas abandonando las recetas neoliberales y un inmenso costo social asumido por el grueso de los argentinos, para lograr un balance económico relativamente positivo para el estado, cargando aún –más de una década después- con la minusvalía de no disponer de ninguna de sus empresas básicas, todas absolutamente privatizadas durante el furor neoliberal.
A un año entonces de haberse instaurado la aplicación de la receta en Grecia, el resultado real es que –aparte de haber provocado inmensas manifestaciones y protestas públicas – su economía no muestra la menor apariencia de recuperación. A pesar de haber sido el estado griego absolutamente obediente a lo exigido por ambos organismos, sus números siguen en picada.
¿Por qué sucede esto sistemáticamente?
Para mostrarlo a grandes rasgos podemos decir que esta situación tiene mucho que ver con las características estructurales del neocapitalismo corporativo, el sistema que actualmente domina la economía global. Hasta mediados del siglo XX, el capitalismo industrial tradicional basaba el desarrollo de su economía en el dinero generado por su sistema productivo industrial en constante crecimiento y el consumo de sus productos y servicios por un número creciente de consumidores. A partir del fin de la Segunda Guerra Mundial las cosas comenzaron a cambiar. Por una parte se incrementó exponencialmente el consumo de productos y servicios, pero además la tecnología fue sustituyendo en los países centrales el trabajo humano (aquel del obrero explotado y consumido en el capitalismo tradicional) por un sistema fabril cada vez más automatizado. A su vez la “deslocación” fue llevando la producción fabril básica a los países periféricos.
Por otra parte –y allí se encuentra el meollo del asunto– el sistema financiero, que en la etapa anterior fungía principalmente como promotor y financiador de la industria productiva (quien era como dijimos la generadora de riqueza), fue tomando cada vez mayor preponderancia., conjuntamente con el predominio de las cada vez más grandes corporaciones transnacionales. El rol del área financiera en el sistema económico varió. La ecuación fue cambiando, de “trabajo generando dinero”, a “dinero generando dinero”. Finalmente hoy, en pleno neocapitalismo corporativo, se calcula que más del 70% del nuevo dinero que se va produciendo es generado a nivel especulativo, en los grandes mercados de acciones, las bolsas de valores y los conglomerados bancarios. Además, la acumulación del capital inevitable del sistema capitalista –que mostrara ya en el siglo XIX Carlos Marx– se ha ido concentrando en los grandes grupos corporativos globales, cuyo número total a través de los sistemas de fusiones, sigue en decrecimiento. O sea, cada vez menos grupos económicos, concentran cada vez más capital a nivel global.
Y las políticas económicas que imponen los organismos internacionales (FMI, Banco Mundial, Banco Europeo, BID) no persiguen realmente la recuperación de los estados nacionales que acuden por ayuda. Estas recetas están realmente destinadas a proteger y promover a esos grandes grupos económicos que son realmente quienes controlan la economía mundial para su beneficio. Una prueba clara de esto, es que estos paquetes de ajustes económicos contemplan en todos los casos que los estados deben otorgar “flexibilidad” impositiva y laboral para los grandes grupos económicos con el pretexto de “atraer al capital”.
Así, los resultados generales serán siempre los mismos. Las poblaciones y los estados se empobrecen y las grandes corporaciones aumentan sus beneficios. Y lo más interesante es que no lo ocultan, todas las revistas internacionales especializadas en economía muestran que, en medio de la inmensa crisis económica general, los beneficios de las grandes corporaciones siguen creciendo.
La crisis
Cuando el sistema entra en crisis, cuando los capitales están cada vez más concentrados en las capas más altas, y las capas medias pierden aceleradamente su rol de productores (sus empleos) y su capacidad de consumo, los estados nacionales acumulan déficit cada vez mayores al no poder financiarse con el aporte de sus mayorías. Igualmente, otra de las razones del fracaso anunciado de las medidas económicas que toman los estados y de estas políticas de “ayudas y ajustes” que aportan los organismos internacionales, es que gran parte del dinero va –directamente o a través de los estados– a financiar a esas grandes corporaciones, para impedir que ellas sean parte de la crisis
Hoy esa crisis se ha consolidado en los países centrales. El estado de bienestar que las socialdemocracias europeas habían ido elaborando durante casi cinco décadas se derrumba. Como fichas de dominó van cayendo, primero las economías más débiles (Grecia, Portugual), pero amenazando ya a otras como España e Italia, o aún a aquellas como la Gran Bretaña, Francia o Alemania que podían considerarse hace poco tiempo, los ejemplos del sistema capitalista triunfante. Ni hablar del epicentro de la crisis, los Estados Unidos. Allí la situación es alarmante. El consumo se ha reducido hasta cifras del orden del 30 por ciento, el desempleo aumenta en forma exponencial, los estados y las alcaldías no recaudan impuestos y no pueden mantener sus servicios (por ejemplo la ciudad de Detroit, al haber cerrado las plantas automotrices principales fuentes de empleo, se ha convertido en una ciudad fantasma. Ha pasado de seis millones a un millón de habitantes, y al no tener sus alcaldías como recaudar, no pueden pagar salarios a bomberos, policías y demás servicios). La burbuja inmobiliaria –el detonante de la crisis– ha creado un número millonario y creciente de ciudadanos sin vivienda. El corolario, que ha comenzado a despertar las primeras protestas masivas en mucho tiempo de un pueblo norteamericano adormilado por los medios de comunicación masivos, es la progresiva suspensión de todo tipo de beneficios laborales y la creciente desaparición de todo sistema de ayuda social (salud, educación, servicios).
En definitiva, estamos viviendo el apogeo de la crisis. Los grandes economistas (incluido el compañero Teotonio Dos Santos) siguen creyendo en la validez de la teoría de los grandes ciclos que atraviesa el capitalismo, y en que su crisis es estructural, en otras palabras, que la crisis es una característica constante del sistema y nunca es la definitiva.
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La espiral indetenible
Sin embargo, esta parece ser la madre de las crisis. Desde la explosión de la burbuja inmobiliaria en 2008 –el punto de origen que provocó el efecto bola de nieve expandiendo globalmente la desaparición de puestos de trabajo, la caída del consumo, el déficit económico creciente de los estados nacionales centrales, la caída de las bolsas y el peligro de quiebra de los grandes bancos– la profundización cotidiana se mantiene incambiada. Los estados nacionales siguen cayendo en el déficit y recesión económica, los empleos desaparecen, los servicios colapsan, el sueño que nos habían vendido del “estado de bienestar” hacia el que se encaminaría la sociedad capitalista global se derrumba estrepitosamente. Basta con ver la gráfica del índice Down Jones en la Bolsa de Nueva York durante los últimos años, para constatar que la tendencia de caída se mantiene inexorablemente. Así la sensación que tenemos estando dentro de la crisis es que ésta solamente tiende a aumentar.
Respetando entonces a los grandes economistas, aunque esta crisis sea parte de un proceso cíclico, este no es un proceso horizontal. Todo parece funcionar como si el sistema económico mundial neocapitalista recorriera una espiral descendente, donde cada vuelta (cada nuevo ciclo) se encuentra por debajo de la anterior. La diferencia entre una espiral descendente y uno cíclico horizontal, es que el primero tiene un tiempo finito (en un momento se acaba) y el segundo puede durar indefinidamente.
Y no parece haber manera de detener o siquiera desacelerar el movimiento descendente. La dinámica del sistema no lo permite. En la medida que se sigue restringiendo el consumo (y la producción), la generación de capital es cada vez mayor en el área especulativa. Las poblaciones continúan empobreciéndose (y hace rato que ya no solo lo hacen los excluidos del sistema que representan la mayoría de los habitantes del planeta, sino que les sucede también a los estamentos medios de los países centrales que pasan a engrosar las filas de los primeros). Las grandes compañías continúan aumentando sus ganancias y reduciendo su número, y como son quienes controlan la economía y sus objetivos económicos son siempre de cortísimo plazo (la ganancia inmediata), no permitirán ningún tipo de acción que modifique el status quo. Los estados nacionales, sobre todo los de los países centrales, continuarán entonces acercándose peligrosamente al colapso, intentando detenerlo renunciando a sus funciones de proteger y promover a sus poblaciones. No intentarán –prisioneros como están de los grandes capitales transnacionales– tomar medidas que podrían contribuir a mejorar la situación, tales como gravar impositivamente al gran capital, cuidar de mantener los servicios sociales para sus pueblos y en definitiva hacer cargar con el peso de la crisis a sus verdaderos responsables.
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