“¿Existe el destino?” preguntó el militante textil. Esa pregunta disparó el seminario que organicé con los detenidos políticos en el sótano de la central policial de La Plata, a fines del verano de 1951. Las respuestas no se hicieron esperar.
“Es claro que existe el destino”, dijo el ferroviario, y agregó: “Mi vieja siempre me decía que, si seguía actuando en la Unión Ferroviaria, estaba destinado a parar en la cárcel. Yo le retrucaba que ahora no es como antes, cuando el gobierno perseguía a los sindicatos: ahora, con Perón, gobierno y sindicato son carne y uña. Pero, por lo visto, la Vieja tenía razón. Yo fui peronista desde el vamos, y aquí me ven junto con una manga de zurdos y gorilas. No hay vuelta que darle: al destino no se lo puede torcer.”
“No digás macanas, viejo”, terció el metalúrgico. “A vos te metieron aquí porque se te ocurrió torcer tu destino de peronista cuando te plegaste a la huelga de tu gremio, Como bien sabés, ésta fue la primera vez que un sindicato se rebeló contra tu partido. También sabés lo que dijo Evita: que los huelguistas son unos desagradecidos, que merecen palos por haber traicionado al Líder, quien siempre les dio dado todo lo que habían pedido y aun más.”
“Muchachos, no nos vayamos por las ramas: volvamos a la pregunta del compañero textil que había preguntado si existe el destino”, dije yo. “La cuestión del destino es muy general: es científica y filosófica, no gremial ni política. Déjenme que les cuente algo al respecto.”
“Hay dos corrientes de opinión sobre el destino desde hace por lo menos dos mil años: la innatista y la ambientalista. Los innatistas afirman que nacemos buenos o malos, piolas o giles, dirigentes o dirigidos, etc. Los ambientalistas, en cambio, sostienen que la sociedad nos hace honestos o delincuentes, inteligentes o tarados, capos o subordinados, etc. O sea, unos creen que nacemos con sangre buena o mala; y otros creen que lo que importa no es la sangre sino el lugar que ocupa la familia de uno en la escala social.”
“Y usted que cree, Maestro?”, preguntó el obrero de la construcción.
“Yo creo que las dos opiniones son verdaderas a medias, y que para averiguar cuánto tienen de verdad hay que estudiar a la gente. Empecemos por nuestro amigo, el famoso carterista. ¿Qué te parece a vos, Dedos Brujos? ¿Naciste chorro, te hiciste o te hicieron?”
—Me hicieron, che, me hicieron chorro sin consultarme. Pero salí un experto, y esto es mérito personal.
—Contá, contanos cómo te iniciaste en la profesión.
—Yo era devanador. O sea, yo desenredaba el hilo del ovillo que alimenta al telar automático. El hilo viene desparejo, de modo que se enreda fácil, y hay que ir rápido de una máquina a otra para que no pare la producción, ¿entienden?
–¿Que tiene que ver este trabajo con el otro?
–Mucho, ya que para los dos hacen falta dedos livianos y rápidos, y yo los tenía. Estaba orgulloso de ellos, tanto como un pugilista de sus puños. Y ganaba bien. Pero una vez, viajando en colectivo, me tenté y le saqué la billetera a un tipo. Me vió su mujer que empezó a los gritos. Total, que fui a parar a la comisaría.
–Eso pasa todos los días. No te pueden condenar a cadena perpetua por afanar una billetera.
–No, pero te pueden impedir ligar un conchavo permanente.
–¿Cómo?
—La policía visita periódicamente las empresas y revisa los ficheros de personal. En cuanto ven tu ficha te denuncian al patrón y le exigen que te despida. Eso me pasó tantas veces, que un buen día me cansé: agarré y me hice carterista profesional. Al fin y al cabo, tengo que mantener a la vieja y dos pibes. Pero tuve mala suerte y volvieron a chaparme.
—En resumidas cuentas, naciste con dedos largos, finos y ágiles, pero la ocasión te hizo ladrón aficionado y la policía te transformó en carterista de profesión.
—Y profesional célebre, como saben los que han visto mi carpeta llena de recortes de diarios, con fotos y todo.
“No hagamos autobiografías, compañeros”, dijo el militante bolche, y añadió con su tonito pedante habitual: “Los individuos no contamos, somos como hojas barridas por las tormentas de la historia. Y ahora estamos viviendo días históricos. Nuestro país está como una nuez en la pinza que forman el capitalismo moribundo y el comunismo victorioso. El gobierno peronista está en la pinza y por lo tanto es impotente. El que nos haya metido aquí es prueba de su debilidad.”
El médico y yo compartimos una sonrisa cómplice y pensamos que, si así fuera, los opositores tendríamos que afiliarnos en masa al partido gobernante, ya que un partido fuerte no encarcelaría a sus opositores.
Pero la ironía no afecta al fanático. Tampoco los hechos adversos. Se cuenta que, cuando alguien le dijo a Hegel que los hechos contradicen su filosofía, habría respondido: “¡Tanto peor para los hechos!” Los opositores de esa época no éramos mejores que Hegel: maldecíamos al peronismo en lugar de estudiarlo objetivamente con esperanza de entenderlo y, con ello, vencerlo. Pero volvamos al seminario.
El textil se impacientó y dijo: “Ya hace como dos horas que pregunté si existe el destino, y todavía no lo sé. ¿En qué quedamos, Maestro?”
—Es verdad, nos hemos apartado del tema. Recordemos lo que nos contó Dedos Brujos: que su destino de carterista fue el resultado de su herencia, de su voluntad, y de la policía. No le echó la culpa a Dios, ni a su padre, ni al gobierno. Nos dijo, sin quererlo, que lo que cada cual termina siendo o haciendo es la resultante de muchos factores, unos biológicos y otros sociales, unos personales y otros colectivos. ¿Digo bien, Dedos Brujos?
—Sí, Maestro, aunque podrías haberlo dicho en cristiano.
—¿Qué querés? Fue culpa del textil, que hizo una pregunta difícil. La respuesta a la que llegamos es igualmente complicada. Los individuos cargamos con lo que nos legaron nuestros progenitores y lo que nos dio y nos quitó la sociedad. Por lo tanto, no somos totalmente libres de elegir lo que va ser de nosotros, ni estamos totalmente a merced de otros. No tenemos la llave de esta prisión, pero cuando salgamos de ella podremos elegir entre quedarnos afuera y volver a ingresar.
“Yo te apuesto a que volveré a pesar mío”, opinó Dedos Brujos. “A mí no me agarrarán otra vez, porque emigraré”, anunció el médico. “Yo ya no sé a quién ni en qué creer”, confesó el ferroviario. ”Todo dependerá de la relación de fuerzas”, sentenció el funcionario bolche. Y yo decidí estudiar en serio los problemas de la causalidad y del libre albedrío.
Nuestro estimulante seminario terminó cuando me soltaron. No volví a ver a ninguno de mis compañeros. Oí decir que algunos de ellos fueron “desaparecidos”. Evita murió el año siguiente, presumiblemente desilusionada de quienes habían sido sus queridos descamisados. Pero debe de haber estado orgullosa por haberse hecho su propia suerte, como la Gitanilla de Cervantes, aunque con una ayudita del Grupo de Oficiales Unidos y su providencial elegido.
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