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05/10/2009

El inicio de la decadencia política en Argentina

Mario Bunge

Antes de que termine septiembre, no puedo olvidarme de escribir lo que se va a leer a continuación. Acostumbramos festejar las fechas faustas e ignorar las infaustas. ¿Por qué no conmemorar también los acontecimientos desgraciados? Esto podría ser más aleccionador que festejar los sucesos positivos. Por ejemplo, casi todos olvidamos el acontecimiento que comenzó la marcha atrás del país.

El golpe militar del 6 de septiembre de 1930 terminó un período de medio siglo de paz interior y progreso continuo del país en lo económico, político y cultural.

Fue también la primera vez en el continente que el fascismo levantó la cabeza; la primera en la historia del país que las Fuerzas Armadas encabezaron el poder político; la primera, desde la Semana Trágica (1919) y la represión de los obreros patagónicos (1922), que el gobierno fusiló a militantes sindicales; y también la primera vez, desde la caída de la tiranía de Rosas, que la Iglesia Católica volvió a meterse en política, esta vez con una orientación netamente fascista.
El 6 de setiembre comenzó un período de inestabilidad política que duró quince años, hasta el ascenso del peronismo al poder.

Ese fue un período en que políticos hambrientos de poder golpeaban a las puertas de los cuarteles para proponer acciones conjuntas.

Y también comenzó un período de retroceso cultural marcado por la primera “limpieza” ideológica de la Universidad y por el reemplazo de intelectuales progresistas por sus contrapartidas oscurantistas.

Yo recuerdo vívidamente ese día aciago, porque esperaba ansiosamente el regreso de mi padre, que había faltado los últimos días, aunque telefoneaba todas las noches.

Al anochecer de aquel día, mi padre me telefoneó y, con voz ronca, me dijo: “Marucho, he estado todo el día acompañando a los soldados, marchando de Campo de Mayo a Plaza de Mayo. Acabamos de derribarlo al Peludo [el presidente Hipólito Yrigoyen]. Los militares han prometido llamar a elecciones dentro de tres meses. Veremos si cumplen su palabra. No me esperen a cenar. Hasta mañana.”

Aunque yo aún estaba por cumplir once años, creía estar bastante enterado de la política criolla porque en casa no se había estado hablando sino de los desaciertos del gobierno radical: intervención a cinco provincias, censura periodística (en particular del diario popular Crítica), culto a la persona del presidente, ataques a mano armada de los matones del Clan Radical, etc.

En particular, esa semana el Clan había tiroteado a grupos de civiles en Plaza del Congreso.
George Gaylord Simpson, el gran paleontólogo de Harvard, que acababa de llegar al país para estudiar los dinosaurios fósiles de la Patagonia, fue testigo ocular de esas refriegas, como lo cuenta en sus memorias.

El Ejército instaló en la presidencia al general José Félix Uriburu, hombre adusto y de pocas ideas, todas cuarteleras y fascistas, y que ostentaba un casco con un penacho ridículo.
Su gobierno era una selección de derechistas. El más notorio de ellos fue el ministro del interior, Matías Sánchez Sorondo, a quien Crítica apodó El Enterrador.

Como cuenta Ramón Columba en sus memorias, este individuo exhibía en su casa retratos firmados y dedicados por Mussolini e Hitler. A él se debe la inauguración de la tortura como herramienta de intimidación política.

El segundo gobierno de Yrigoyen había intervenido cinco provincias; el de Uriburu intervino las catorce. Y fue mucho más extremo y original que el de su mediocre predecesor: disolvió el Congreso, decretó el estado de sitio, inventó el “fraude patriótico”, intervino las universidades, prohijó a la Legión Cívica, fusiló a siete anarquistas, prohibió la participación de la Unión Cívica Radical en las elecciones, y exilió a la Patagonia a todo el gabinete del presidente anterior. (Mi padre me llevó a visitarlos en Puerto Madryn. Solamente recuerdo al eminente e inofensivo profesor Ricardo Rojas, posando para mi cámara fotográfica, de pie en la playa, vestido con chaleco y polainas.)

La dictadura de Uriburu era demasiado radical para un pueblo que había gozado los beneficios de la democracia política desde 1916, que seguía apoyando mayoritariamente al partido radical.

Uriburu fue reemplazado por el General Agustín P. Justo, fraudulento y corrupto, pero ingeniero culto y partidario del compromiso. Curiosamente, su hijo Liborio, también ingeniero, era uno de los tres trotskistas que había en Buenos Aires en esa época. Yo lo visité en su oficina, en la que no vi sino un mueble: un tablero de dibujo sin escuadras, compases, papeles ni lápices a la vista. ¿A quién se le podía ocurrir encargarle un proyecto? La carrera política de Liborio Justo duró unos segundos: lo que tardó en gritar, en plena Cámara de Diputados de la Nación, “¡Abajo la dictadura!”.

En la Capital Federal no se sintió mucho la dictadura: siguió habiendo elecciones y siguió funcionando el Concejo Deliberante.

En las provincias fue muy diferente. En particular, la provincia de Buenos Aires fue gobernada entre 1936 y 1940 por Manuel A. Fresco, hombre ligado a los ferrocarriles ingleses, que se había vuelto partidario fervoroso del fascismo italiano.

Se lo recuerda por su estrecha relación con Alberto Barceló, el patrón de Avellaneda, donde explotaba garitos y prostíbulos. Los médicos que hicieron su internado en el Hospital Fiorito recuerdan los certificados de defunción por “paro cardíaco” que tuvieron que firmar para heridos de bala.

(Yo recuerdo a Barceló. Vino una vez a mi casa acompañado del estanciero y patrono del Partido Demócrata Nacional, o sea, conservador, don Antonio Santamarina. Le propusieron a mi padre, quien estaba por cumplir el último de sus cinco períodos legislativos, que presentara su candidatura a diputado nacional por la provincia de Buenos Aires. Ellos garantizaban su elección. Mi padre declinó la oferta.)

También se recuerda al gobernador Fresco por haber inventado el “voto cantado”. Sostenía que el hombre auténtico no temía declarar su convicción política: en lugar de hacer uso del voto secreto, al llegar a su mesa de escrutinio “cantaba” en voz alta sus candidatos. Otra novedad introducida por el gobierno de Fresco fue subir la edad de ingreso a la escuela primaria de seis a siete años. Cuanto más tarde se empezara a pensar y leer, tanto mejor le iría al fascismo.

El período de 1930 a 1940 se llamó la Década Infame. Yo lo extendería hasta 1945, fecha del triunfo electoral peronista. Es verdad que también hubo infamias bajo el peronismo, entre ellas el coartamiento de la libertad de prensa, la degradación de la educación en los tres niveles, la imposición de la “doctrina nacional” y la corrupción del movimiento sindical. Pero al menos, se respetó el voto e incluso se lo extendió a la mujer.

En todo caso, en 1945 el país salió de la sombra del 6 de setiembre de 1930. Fueron quince años de “fraude patriótico”, exclusión del ala avanzada (intransigente) del radicalismo, represión de las organizaciones de izquierda, y sumisión aun más servil a los intereses extranjeros, en particular británicos.

Todo eso le dio tanto asco al gran político santafesino Lisandro de la Torre que, en señal de protesta, se suicidó en pleno recinto del Senado cuando éste aprobó el pacto Roca-Runciman, que privilegiaba a los ganaderos argentinos y a los frigoríficos ingleses. (¿Se acuerdan de la diferencia de calidad entre el baby beef de exportación y el bife que nos vendía el carnicero?)
¿Cómo se explica el que demócratas como mi padre y sus amigos, entre ellos Natalio Botana, el gran periodista que había fundado y dirigido el popular vespertino democrático Crítica, participaran activamente en la preparación del golpe del 6 de setiembre, de lo que se arrepintieron oportunamente?

Creo que lo que ocurrió fue que aplicaron el más maquiavélico de los preceptos de El príncipe: “El enemigo de mi enemigo es mi amigo”. Esta máxima sólo beneficia al más poderoso de los miembros de una alianza: los socios más débiles se ven forzados a seguirlo aun a costa de sus principios, con lo cual pierden su capital político y finalmente su razón de ser.

El oportunismo o utilitarismo que predicó el eminente Niccoló Machiavelli se justificaba en una época en que los partidos políticos no se distinguían por sus principios y programas sino solamente por los intereses materiales que defendían.

La emergencia de la democracia política en el siglo XIX cambió las cosas: hoy día incluso los dictadores más brutales e inescrupulosos tienen que disfrazar sus intenciones con una retórica que atraiga a gran parte de la ciudadanía.

En resumen, el 6 de setiembre nos enseña a evitar el oportunismo y, en particular, a no obrar conforme a la máxima “el enemigo de mi enemigo es mi amigo”.
Sin Permiso - 04.10.10

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