Noam Chomsky
Las elecciones parciales en Estados Unidos revelan un nivel de ira, miedo y desilusión en el país que no puedo comparar con nada de lo vivido hasta el momento. Los demócratas, desde que llegaron al poder, cargan con la culpa de la repugnancia que genera nuestra actual situación socioeconómica y política.
En una encuesta Rasmussen del mes pasado, más de la mitad de los “americanos convencionales” veían con buenos ojos al movimiento Tea Party (un reflejo del espíritu de desencanto).
Los motivos de queja son legítimos. Desde hace más de 30 años, los ingresos reales de la mayoría de la población se han estancado o han disminuido, mientras que las horas laborables y la inseguridad han ido en aumento, junto con las deudas. La riqueza se ha ido acumulando, si bien sólo en unos pocos bolsillos, lo que ha llevado a una desigualdad sin precedentes.
Estas consecuencias se derivan principalmente de la financiación de la economía desde los años setenta y del correspondiente vacío en la producción doméstica. El proceso se ve acelerado por la locura desreguladora que propicia Wall Street y que apoyan los economistas fascinados con los mitos del mercado eficiente.
El público observa cómo los banqueros a los que salvaron de la bancarrota, y que fueron en gran parte responsables de la crisis financiera, se regodean en beneficios récord y enormes bonus. Al mismo tiempo, las cifras oficiales de desempleo continúan cercanas al 10%. La fabricación está en los mismos niveles que durante la Gran Depresión: uno de cada seis no tiene trabajo, y es poco probable que vuelvan los buenos empleos.
Es normal que la gente quiera respuestas, aunque no las obtenga y sólo se oigan las voces que cuentan cuentos con cierta coherencia interna (siempre que uno se vuelva un crédulo y participe en su mundo de irracionalidad y engaño).
Sin embargo, ridiculizar las maniobras del Tea Party es un grave error. Es mucho más adecuado llegar a comprender qué hay detrás del atractivo multitudinario del movimiento y preguntarnos por qué gente que tiene todo el derecho a sentirse enojada está siendo movilizada por la extrema derecha y no por el tipo de activismo constructivo que surgió durante la Gran Depresión (como el Congreso de Organizaciones Industriales, COI).
Los simpatizantes del Tea Party oyen que todas las instituciones (Gobierno, empresas y profesionales) están podridas, y que nada funciona.
Entre el desempleo y las ejecuciones hipotecarias, los demócratas no se pueden quejar de las políticas que condujeron al desastre. El presidente Ronald Reagan y sus sucesores republicanos pueden haber sido los mayores culpables, pero las políticas comenzaron con el presidente Jimmy Carter y se precipitaron con el presidente Bill Clinton. En los comicios presidenciales, donde primero buscó apoyo Barack Obama fue en las instituciones financieras, las cuales han logrado un dominio considerable de la economía durante la última generación.
Adam Smith, ese radical incorregible del siglo XVIII, observó, refiriéndose a Inglaterra, que los principales arquitectos del poder eran los propietarios de la sociedad (en sus tiempos, mercaderes y fabricantes), quienes se aseguraban de que las políticas gubernamentales servían fielmente a sus propios intereses, al margen de un posible impacto “perjudicial” para el pueblo de Inglaterra; y aún peor, para las víctimas de “la brutal injusticia de los europeos” en el extranjero.
Una versión más moderna y sofisticada de la máxima de Smith es la “teoría de la inversión en política” del economista político Thomas Ferguson, según la cual las elecciones son ocasiones en las que grupos de inversores se unen para controlar al Estado seleccionando a los arquitectos de las políticas que estarán al servicio de sus intereses.
La teoría de Ferguson ha demostrado ser una buena predicción política a largo plazo. No debería extrañarnos. Las concentraciones de poder económico buscarán de forma natural expandir su influencia sobre cualquier proceso político. En Estados Unidos ocurre que dicha dinámica es extrema.
No obstante, se podría decir que los pesos pesados corporativos cuentan con una defensa lícita ante cualquier denuncia de “avaricia” y desprecio por el bienestar de la sociedad. Su tarea consiste en maximizar los beneficios y la cuota de mercado. De hecho, es su obligación legal. Si no satisfacen ese mandato, serán reemplazados por otros que lo hagan. Al mismo tiempo, ignoran el riesgo sistémico: la posibilidad de que sus transacciones terminen dañando a la economía en general. Dichos “efectos externos” no les conciernen (y no porque sean mala gente, sino por cuestiones institucionales).
Cuando la burbuja explota, el agente económico que ha asumido el riesgo puede correr a refugiarse bajo el ala de papá Estado. Los rescates financieros (una especie de póliza de seguro gubernamental) se encuentran entre los muchos incentivos perversos que aumentan las ineficacias del mercado.
“Cada vez son más lo que reconocen que nuestro sistema financiero se mueve en un ciclo apocalíptico”, escribían los economistas Peter
Boone y Simon Johnson en el Financial Times el pasado enero. “Siempre que fracasa, confiamos en que el dinero laxo y las políticas fiscales acudirán al rescate. Lo que esta respuesta enseña al sector financiero es: hagan grandes apuestas para que se les pague magníficamente y no se preocupen de los costes, que correrán a cargo del contribuyente” mediante rescates financieros y otros recursos. El sistema financiero “resucitará de esta forma para apostar de nuevo (y fracasar de nuevo)”.
Boone y Simon Johnson en el Financial Times el pasado enero. “Siempre que fracasa, confiamos en que el dinero laxo y las políticas fiscales acudirán al rescate. Lo que esta respuesta enseña al sector financiero es: hagan grandes apuestas para que se les pague magníficamente y no se preocupen de los costes, que correrán a cargo del contribuyente” mediante rescates financieros y otros recursos. El sistema financiero “resucitará de esta forma para apostar de nuevo (y fracasar de nuevo)”.
La metáfora apocalíptica también se puede aplicar fuera del mundo financiero. El Instituto Americano del Petróleo, respaldado por la Cámara de Comercio y otros grupos de presión empresariales, ha redoblado sus esfuerzos por convencer al público de que no es necesario preocuparse por el calentamiento global antropogénico (con gran éxito, como reflejan las encuestas). Entre los candidatos republicanos al Congreso en las recientes elecciones, la negación del calentamiento global era casi generalizada.
Los ejecutivos que hay detrás de esta propaganda saben que el calentamiento global es una realidad, y que nuestras perspectivas son nefastas. Pero la suerte que corran las especies es un factor externo que los ejecutivos han de ignorar, en la medida en que el sistema de mercado prevalece. Y el público no podrá acudir al rescate cuando se materialice el peor de los casos.
Tengo justo la edad suficiente como para recordar aquellos escalofriantes y ominosos días de la caída de Alemania de la decencia a la barbarie nazi, por utilizar las palabras de Fritz Stern, el distinguido académico de Historia alemana. En un artículo de 2005, Stern decía que tiene en mente el futuro de Estados Unidos cuando revisa “un proceso histórico en el cual el resentimiento contra el mundo secular decepcionado se hizo eco en la fuga extasiada a la sinrazón”.
El mundo es demasiado complejo para que la historia se repita y, sin embargo, hay lecciones que se deben tener en cuenta ahora que vemos las consecuencias de otro ciclo electoral. No son pocas las tareas que aguardan a quienes quieren ofrecer una alternativa a la cólera errónea y la indignación, ayudando a organizar a innumerables personas insatisfechas y a liderar el camino hacia un futuro mejor.
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