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15/02/2011

Lo imposible llega

Serge Halimi

A los dirigentes políticos les gusta invocar la «complejidad» del mundo para explicar que sería una locura querer transformarlo. Pero en ciertas circunstancias todo se vuelve muy sencillo. Como, por ejemplo, cuando después del 11-S el ex presidente George W. Bush obligó a todo el mundo a elegir entre «nosotros y los terroristas». En Túnez la elección fue más bien entre un dictador amigo y «un régimen al estilo talibán en el norte de África» (1). Este tipo de alternativa refuerza a los protagonistas: el dictador se proclama como la única muralla contra los islamistas; los islamistas como los únicos enemigos del dictador.
Pero el baile se desarregla cuando un movimiento social o democrático hace que emerjan los actores descartados de una coreografía eternamente cerrada. El poder acorralado escudriña entonces hasta el mínimo rastro de «movimiento subversivo» en el descontento popular. Si existe lo aprovecha; en caso contrario lo inventa.
Como el 13 de enero pasado, víspera de la huida de Zine El-Abdine Ben Alí. Frente a Mezri Haddad, embajador de Túnez en la UNESCO, Nejib Chebbi, opositor laico a la dictadura, denunciaba un «modelo de desarrollo que utiliza los salarios bajos como única ventaja comparativa en la competencia internacional» (2). Fustigaba el «provocativo escaparate de riquezas ilegales en las grandes ciudades» y señalaba que «toda la población condenaba a ese régimen».
Haddad perdió los estribos: «Pronto vendrán a tu palacio de La Marsa a saquearte, porque esa es la lógica de todas las sociedades que no tienen miedo de la policía (…) Ben Alí salvó a Túnez en 1987 de las hordas fanáticas y de los integristas. (…) Hay que mantenerlo en el poder pase lo que pase porque el país está amenazado por las hordas fanáticas y los ‘neobolcheviques’, que son sus aliados estratégicos».
Sin embargo unas horas después Haddad reclamaba la salida del «salvador de Túnez». Y el 16 de enero Chebbi se convertía en ministro de Desarrollo Regional de su país… Los pueblos árabes no hacen la revolución todos los días, pero la hacen deprisa. En efecto, en menos de un mes ocurrieron la inmolación de Mohamed Bouazizi, las reclamaciones de los jóvenes titulados en paro, la ocupación de los palacios de Cartago de la familia Trabelsi, la liberación de los detenidos encarcelados y la llegada de los habitantes del medio rural a la capital para reclamar la abolición de los privilegios.
Sin remitir forzosamente a la Revolución Francesa, el ciclo histórico vivido por Túnez parece familiar. Un movimiento espontáneo se extiende, agrupa a los sectores sociales más diversos; el absolutismo se tambalea. Hay que elegir rápidamente: renunciar a las apuestas y recoger las ganancias o doblar la apuesta. En ese momento una parte de la sociedad (la burguesía liberal) se pone en marcha para que las aguas vuelvan a su cauce; otra parte (campesinos, empleados sin futuro, trabajadores sin empleo, estudiantes desclasificados) apuesta a que la marea de protestas barrerá algo más que a una autocracia envejecida y a un clan acaparador. Por otra parte dichas capas populares, en especial los jóvenes, no se dan cuenta de que arriesgan sus vidas para que otros, menos temerarios pero mejor colocados, perpetúen el mismo sistema social limpio de pústulas policiales y mafiosas.
Esta última hipótesis que contemplaría el combate contra la dictadura personalizado en la familia Ben Alí se extendería a la oligarquía que domina la economía, lo cual no encantaría a los operadores turísticos, ni a los mercados financieros ni al Fondo Monetario Internacional (FMI), a los que únicamente les complace la libertad aplicada a los turistas, a las zonas francas y a los movimientos de capitales. Desde el 19 de enero, por otra parte, la agencia de calificación Moody’s ha rebajado la nota tunecina con el pretexto de «la inestabilidad del país debida al reciente cambio inesperado del régimen».
La misma falta de alegría en El Cairo, Argel, Trípoli, Pekín y en las cancillerías occidentales. Mientras las multitudes, en su mayoría musulmanas, reclamaban la libertad y la igualdad, Francia explicaba a su manera el «debate» sobre la compatibilidad entre la democracia y el Islam; ofreció al régimen tambaleante de Ben Alí «el buen hacer de nuestras fuerzas de seguridad». Musulmanes, laicos o cristianos, los oligarcas en el poder se muestran solidarios en cuanto sus poblaciones se despiertan. El ex presidente tunecino se autoproclamaba pilar del laicismo y de los derechos de las mujeres contra los integristas; presidía un partido miembro de la Internacional Socialista, y ha encontrado refugio… en Arabia Saudí.
Imagínense que en Teherán o en Caracas hubieran aparecido en los últimos días los cadáveres de un centenar de manifestantes abatidos por los disparos de la policía… Hace más de treinta años, en un artículo que marcó época, una profesora universitaria estadounidense entonces demócrata, Jeane Kirkpatrick, rechazó de antemano una comparación de ese tipo (3). Según ella, los regímenes «autoritarios» pro occidentales siempre eran preferibles (y, pensaba, más fácilmente reformables) a los regímenes «totalitarios» que podrían reemplazarlos.
Publicado en noviembre de 1979, su análisis entusiasmó al candidato Ronald Reagan hasta el punto de que una vez elegido nombró a la autora embajadora en las Naciones Unidas. Kirpatrick había estudiado dos reveses estratégicos que Washington sufrió en el mismo año: la revolución iraní y la revolución sandinista en Nicaragua. En ambos casos, argumentaba Kirkpatrick, con la intención de promover la democracia, los Estados Unidos del presidente James Carter habían «colaborado activamente en el reemplazamiento de autócratas moderados bien dispuestos hacia los intereses estadounidenses (el Sha de Irán y Anastasio Somoza) por autócratas extremistas menos amistosos con nosotros».
Por supuesto, concedía ella, los dos regímenes caídos no eran inocentes, «estaban dirigidos por hombres que no habían sido elegidos (…) que recurrían a la ley marcial para detener, encarcelar, exiliar y a veces, se dice (sic), torturar a sus oponentes». Sí, pero «realmente eran amigos de Estados Unidos, enviaban a sus hijos a nuestras universidades, votaban con nosotros en las Naciones Unidas, apoyaban con regularidad los intereses estadounidenses, aunque les costase. Las embajadas de ambos gobiernos recibían a los estadounidenses influyentes. El Sha y Somoza eran bienvenidos a nuestra casa, donde tenían numerosos amigos».
Y después, «presa de una versión contemporánea de la idea de progreso que ha traumatizado las imaginaciones occidentales desde la época de la Ilustración», el gobierno de Carter alentó un cambio de régimen. Funesto error: «Washington sobrevaloró la diversidad política de la oposición –particularmente el poder de los «moderados» y los «demócratas»-, subestimó la fuerza y la intransigencia de los radicales del movimiento y aflojó la influencia de Estados Unidos sobre el gobierno y la oposición». Lo que dio como resultado la teocracia de los ayatolás en un caso y los sandinistas en el otro.
Como vemos la idea de «el mal menor de una dictadura», que sería pro occidental y susceptible de enmendarse algún día (a condición de que se le conceda la eternidad para que llegue ese día) o el miedo de encontrar a los fundamentalistas (antes a los comunistas) detrás de los manifestantes demócratas, no son nada nuevo. Pero estas últimas semanas el fantasma de Kirkpatrick parece que ha atormentado a París antes que a Washington. Ya que el papel irrelevante de los islamistas en el levantamiento tunecino –que ha favorecido la constitución de un amplio frente social y político contra Ben Alí- tranquilizó a Estados Unidos. WikiLeaks ya reveló los sentimientos del departamento de Estado hacia la «casi mafia» y el «régimen esclerótico» del clan gobernante; la Casa Blanca le abandonó a su suerte confiando en la existencia de un relevo liberal y burgués.
Pero el levantamiento de Túnez resuena más allá del mundo árabe. Es obvio que los detonantes de la explosión aparecen por todas partes: crecimiento desigual, desempleo elevado, manifestaciones reprimidas por aparatos oficiales obsesivos, una juventud cualificada sin salidas, burgueses parásitos que viven como turistas en sus propios países… Los tunecinos no pueden triunfar sobre todos esos males a la vez, pero han levantado el yugo de la fatalidad. Les machacaron con que «no hay alternativa». Ellos respondieron que «a veces llega lo imposible» (4).

Notas:
(1) Declaración de Nicolas Sarkozy en Túnez el 28 de abril de 2008.
(2) « L’invité de Bourdin & Co », RMC, 13 de enero de 2011.
(3) Jeane Kirkpatrick, « Dictatorships & double standards », Commentary, Nueva York, noviembre de 1979.
(4) Leer, de Slavoj Žižek, « Pour sortir de la nasse », Le Monde diplomatique, noviembre de 2010.

http://www.rebelion.org/noticia.php?id=122446

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