Andrés Piqueras
A principios del siglo XIX el canciller austriaco von Metternich había propuesto la necesidad de instaurar un Concierto Europeo supranacional, por encima de los intereses de cada Estado, como método de defensa común contra las revoluciones. Las diferencias entre el Viejo Orden y el Nuevo, que se iba asentando, lo impedirían en la práctica.
Fuera de ello, la idea de una Europa Común ya en el siglo XX en realidad no es europea sino estadounidense. La estrategia de Washington tras la Segunda Guerra Mundial para asegurarse su dominio del mundo capitalista estuvo basada en la apertura de los mercados de trabajo europeos a su capital y de los mercados de productos a sus bienes industriales. Algo en lo que se empeñó muy especialmente y obtuvo en la Alemania vencida, a la que impuso la total apertura de su economía a los productos estadounidenses y a su inversión externa directa. Después presionó para una integración de la Europa occidental a través de tratados que garantizasen la apertura de la economía de cada país a los productos de los demás. De esta forma, desde su base alemana, los capitales industriales estadounidenses tendrían a su alcance la totalidad de mercados de la Europa Occidental.
Durante cerca de treinta años EE.UU. lideró indiscutiblemente el espacio político y económico unificado en que había convertido al hasta entonces conjunto disperso de potencias capitalistas. Sin embargo, a partir de los años setenta del siglo XX, con la transnacionalización del capital, inicia la carrera hacia el liderazgo mundial único en un mundo en el que la ley del valor del capital rige por igual en el conjunto de sociedades, rompiendo las reglas del juego con sus antiguos “socios”. Es por ello que Europa se ve forzada a buscar su reacomodo ante la falta de reglas y el uso de la fuerza militar a conveniencia que presidirán la nueva dinámica hegemónica estadounidense tras la caída del Este.
Pero sin proyecto político colectivo, ni política exterior común, ni capacidad de presión al coloso, la Europa occidental busca su espacio bajo el sol mediante el lanzamiento de su propia patente: la “globalización con derechos”, con la que pretendía atraerse también a las élites de las sociedades periféricas. Esta opción europea, al tiempo que consigue resaltar las contradicciones de la dominación made in USA, logra poner en evidencia la actitud de la principal potencia respecto a la propia Unión Europea: como viejos impulsores de ella los estadounidenses no pueden hacer explícita su actual oposición a la misma, antes bien necesitan socavarla mediante procedimientos velados.
Mientras tanto, paradójicamente, las clases dominantes europeas han ido dando los pasos pertinentes para aproximarse al modelo capitalista estadounidense (el más proclive a lo que se ha conocido como “capitalismo salvaje”), a través de una reordenación colectiva estratégica para debilitar la posición de fuerza que había conseguido históricamente el trabajo.
Desde el Tratado de Maastricht de 1992 al de Lisboa de 2001 el rosario de cumbres y acuerdos o tratados que salpican esos diez años responde a un cuidadoso plan de desregulación social de los mercados del trabajo (lo que significa la paulatina destrucción de los derechos y conquistas laborales), de liberalización económica (en detrimento de la intervención de carácter social de los Estados y en beneficio del papel que éstos juegan a favor del gran capital), y de ruptura unilateral, en suma, de los pactos de clase que habían mantenido cierto equilibrio social en la larga postguerra europea, extremando las desigualdades tanto intra como intersocietales entre los países de la Unión1.
Para consolidar estos “logros” el capital da carta constitucional al nuevo marco de regulación unilateral que estaba construyendo. Con la Constitución Europea lo que se pretende es precisamente eso: la constitucionalización de todos aquellos Tratados ultraliberales llevados a cabo por las élites de poder europeo, que regaron la década de los noventa y lo que llevamos del siglo XXI, erigiéndose la Constitución en instrumento privilegiado de apoyo mutuo entre los Estados para terminar de cumplir tales objetivos, de manera que siempre puedan escudarse unos en otros y todos en la Constitución (que queda por encima de las constituciones estatales) para hacer valer los mismos2. De manera que sea “anticonstitucional” oponerse a ello.
Cuando Alemania decide relevar en el esfuerzo unionista europeo a EE.UU. es porque su industria ha perdido “competitividad” en el capitalismo transnacional y debe hacer la reconversión de la misma de cara a la exportación, así como bajar sensiblemente el poder social de negociación de su fuerza de trabajo. El primer objetivo iba a ser financiado por los países periféricos del antiguo Mercado (común) europeo. Para el segundo es el que se requiere el concierto de países a través de Tratados y Constitución. Efectivamente, al atar al conjunto de países europeos menos competitivos al euro (con la moneda única se intenta sustraer por ley en cada país el valor del dinero a la lucha de clases), quedan impedidos de compensar su inferior productividad con devaluaciones de sus monedas3. A estos países sólo les queda competir a través del aumento de la explotación extensiva de su fuerza de trabajo, ya que no pueden hacerlo por vía de la mayor productividad de ésta a través del aumento de la composición técnica del capital (o capital fijo). Y si competitividad significa, en términos de capital transnacional, los costos unitarios de las mercancías producidas en una formación socioespacial frente a los de otras formaciones (esto es, el grado de explotación de la fuerza de trabajo que se consigue en cada Estado), los países periféricos europeos intentarán compensar ese déficit mediante el aumento de las exportaciones que calculan será factible gracias a la depreciación interna del trabajo incorporado a las mercancías4. Ese camino es, sin embargo, muy poco seguro, dado que cada vez más países compiten en torno a los mismos elementos y decisiones.
Pero si en el disciplinamiento del trabajo el capital se coordina a escala supraestatal (UE), en su pugna interna sigue anclado en los Estados, de forma que en la UE no hay compensación distributiva ni nivelación del desarrollo tecnológico, sino que el capital opera por lo que a rentabilidad se refiere de manera individual o estatal. Lo que significa que hay un continuo drenaje de beneficios de los países periféricos europeos (menos “competitivos”) a los centrales. Estos últimos, además, a través de sus transnacionales, realizan una operación de compra de la riqueza social de los primeros, con la privatización incluso de sectores estratégicos como la energía, los transportes y las comunicaciones, dejando la soberanía cada vez más limitada al campo de la demagogia.
Esto es más visible aún para el caso de los nuevos países incorporados de la Europa del este, donde la UE se expande de manera que recuerda más a las colonizaciones clásicas que a una “unión” de países. Aquí Alemania, sin embargo, tiene que competir seriamente con la implantación de EE.UU. que a través del FMI es quien gobierna realmente, dictando las políticas económicas y sociales, y sirviéndose de estos países para su opción estratégica de división europea (distinguiendo entre la “vieja” y la “nueva” Europa)5.
Así pues, la escasa solidez del proyecto de la UE, que ha comenzado la casa por el tejado de la moneda única sin haber construido el suelo de una integración política, fiscal y presupuestaria, ni las paredes de un acompasamiento general de la ganancia, sin la cual todo proyecto colectivo en el entramado capitalista es ficticio; sin gobierno único, ni sistema tributario distributivo compartido, ni capacidad de control político sobre la moneda (el BCE es independiente, al tiempo que los Estados renunciaron también a su potestad de emisión…), cuando los vientos de la crisis cíclica del capital golpean a través de los más débiles de sus miembros, el conjunto de la Unión y su moneda se convierten en un objetivo fácil de la especulación financiera.
Las agencias de calificación de riesgo (entre tres -Standards and Poor’s, Moody's y Fitch - controlan el 90% del mercado y son las que dicen cuánto valen los países) pueden dejar subir contra toda lógica la deuda de un país (pongamos Grecia), asegurando que es una deuda segura, para luego dejarla sin sostén descubriendo su insolvencia, recalificarla a la baja y recoger las ganancias por haber apostado contra ella. En Diagonal (nº 126, 13-26 mayo, 2010), se estima, por ejemplo, que Goldman Sachs ayudó a falsear a Grecia 15.000 millones de euros para que cumpliera con la UE en materia de endeudamiento público. A cambio recibió 300 millones de euros de comisión. Y en ese mismo periódico se dice que algo parecido puede ocurrir con los Credit Default Swaps, vendidos (sobre todo por el Deutsche Bank y Goldman Sachs) para quienes quieren asegurarse contra la bancarrota de un país. No obstante, no hay que poseer bonos de ese país para comprar estos créditos, de manera que el mecanismo puede funcionar de la siguiente manera: si una persona compra un seguro que cobraría en caso de que se incendie la casa de su vecino, no hace falta imaginar mucho lo interesada que podría estar en que la casa se incendie.
En el caso de Grecia una sexta parte de la deuda está en manos de bancos griegos. Éstos reciben préstamos del Banco Central Europeo (BCE) a un interés del 1%, que luego prestan al Estado griego a más del 6%. Para obtener los préstamos del BCE estos Bancos otorgan como garantía los bonos griegos que han comprado con la ayuda de los 28.000 millones de euros que el propio Gobierno les había concedido el año anterior (Diagonal, nº 126, 13-26 mayo, 2010).
Una vez que el brazo financiero del capital ataca a las sociedades para concentrar la riqueza en los más poderosos, ayuda al brazo político a imponer por doquier el mismo tipo de medidas: austeridad de los gastos públicos, que significa descuartizamiento hasta donde sea conveniente del Estado Social, disminución de las cargas fiscales a las rentas de capital, medidas públicas a favor de los capitales privados, aumentos de la edad de jubilación y disminuciones de los salarios reales para la población asalariada, así como su creciente desprotección, entre otras.
En diciembre de 2007 el Consejo Europeo encargó a doce líderes europeos que realizaran un diagnóstico sobre la situación y las expectativas de la UE. Este grupo de sabios (algunos de los cuales son directivos de transnacionales europeas firmemente ligadas también a algunos ex jefes de Estado), encabezado por Felipe González, tras formular las lamentaciones al uso (como el envejecimiento de la población europea, que “amenaza la competitividad de nuestras economías y la sostenibilidad de nuestro modelo social”, así como las presiones a la baja en los costes y salarios, o la creciente dependencia energética y el crecimiento por debajo de la media mundial, entre otras cuestiones), concluyeron, entre otras recomendaciones (El País, 08.05.10), que la UE no puede prescindir de la energía nuclear pero sí de las jubilaciones anticipadas; que debe frenarse la importación masiva de fuerza de trabajo para hacer una importación selectiva hacia la fuerza de trabajo cualificada; y que deben potenciarse las reglas de competencia al interior de cada Estado, esto es, los dictados del Tratado de Lisboa, donde se ha gestado la ofensiva coordinada del gran capital europeo contra las conquistas del trabajo, para regular unilateralmente los mercados laborales de cara a acentuar la subordinación de aquél e incrementar a su costa las tasas de plusvalía (opción esta última de la que parece depender cada vez más la tasa de ganancia capitalista)6.
El precario porvenir de la propia moneda única, y por tanto del mercado europeo que es el auténtico proyecto que tienen entre manos las clases dominantes europeas (por eso durante mucho tiempo lo llamaron así: Mercado Común), se manifiesta ya en las propias dudas de Alemania, que se debate en la actualidad entre romper la incongruencia de la moneda única o mantener la ficción del bloque europeo para perseguir sus propios intereses. Sin embargo, aunque el euro quiera seguir manteniéndose, es muy posible que en el futuro inmediato asistamos a la bancarrota de diferentes países periféricos europeos, que probablemente tendrán que dejar esa moneda.
Mientras tanto las clases asalariadas, a falta de reacción internacional conjunta, seguirán viendo hundirse el edificio social europeo y con él sus conquistas históricas, sus salarios reales y su calidad de vida, que ya para los nacidos en la primera década del siglo XXI será inferior a la de sus padres, lo que no ocurría desde el último gran cataclismo interimperialista en Europa.
Notas
1 No hace falta afinar mucho la previsión para saber qué podría ocurrir con países que signaban una misma moneda e iguales compromisos de cara al mantenimiento de la inflación, el déficit público o la deuda de las administraciones, teniendo en cambio enormes desigualdades en materia de renta per cápita, desempleo, protección social, inflación, balanza de pagos, dotación de infraestructuras o estado de las finanzas públicas. Efectivamente, el resultado fue el que se sabía, que las desigualdades se consolidarían y agrandarían. No podía ser de otra forma. Por ejemplo, para que una región con una renta por habitante de la mitad del promedio comunitario pudiese alcanzar el 90% de este último debería crecer 3 puntos en porcentaje del PIB por encima del promedio comunitario durante 20 años. Para que las comunidades autónomas con una renta equivalente a dos tercios del promedio comunitario pudiesen alcanzar este último necesitarían crecer más de 2 puntos por encima de la media comunitaria durante 20 años, y así sucesivamente [ver para más detalles, IU, La izquierda y Europa. La Catarata, Madrid, 1992]. Pero no era la nivelación entre las sociedades europeas lo que se perseguía, ni mucho menos.
2 Una Constitución redactada de forma farragosa y deliberadamente ambigua y larga por un reducidísimo grupo de representantes de los poderes fácticos europeos, sin que ningún mandato ciudadano haya obrado por medio, ni los Parlamentos estatales ni la ciudadanía hayan podido enmendar ni una sola coma, viéndose por tanto obligados a votar la totalidad del texto según se les presenta. Una Constitución blindada, que exige la unanimidad de las partes para ser modificada en los aspectos sustanciales, que impone un modelo económico a imagen del capitalismo estadounidense, modelo al que supedita todo lo demás, incluidas las libertades políticas y civiles, amén de cualquier consideración ecológica. Una Constitución que sustituye los derechos históricos por declaraciones de buenas intenciones, y que está notoriamente por debajo de los derechos que ya recogen las diferentes constituciones estatales; que transforma los servicios públicos en “servicios de interés general” que pueden encomendarse a las empresas privadas, que sustituye el derecho al trabajo y los derechos del trabajo por el “derecho de trabajar”; que menciona la igualdad entre hombres y mujeres sólo en el nivel promocional, que no sanciona el derecho a una vivienda digna, ni protección eficaz frente al desempleo, la vejez o viudedad. No reconoce la ciudadanía a la población inmigrada, ni la soberanía de los pueblos sin Estado, pero sí institucionaliza una Agencia Europea de Armamento, Investigación y Capacidades Militares paralela a la aprobación de la guerra preventiva.
3 Sin embargo en un principio los países periféricos europeos se beneficiaron también de la moneda única. Así por ejemplo, como consecuencia de su ubicación en la zona euro, la atracción de capitales ejercida por los bancos y por la venta o canje de títulos en los mercados financieros ha sido la principal fuente de enriquecimiento de la economía española, capaz de compensar sus enormes déficits comercial y por cuenta corriente.
La creación de ‘dinero financiero’ por las empresas españolas –en forma de acciones emitidas- llegó a suponer el 6% del PIB en 2000, superando ampliamente la creación de ‘dinero papel’ y ‘dinero bancario’. Se trata de pasivos no exigibles, en cuanto que en la práctica no van a necesitar ser devueltos. Y esto es así porque los países “desarrollados” pueden emitir pasivos que son comprados de buen grado por el resto del mundo como depósito de valor o como inversión segura, y que a la postre no se van a exigir (ni suponen hacerse con el control de las entidades que los emiten). Mientras que como los países “subdesarrollados” no pueden hacer lo mismo, deben recurrir a préstamos o a pasivos sí exigibles, o bien recibir inversiones que tienen como contrapartida la propiedad o control de sus propias empresas, recursos o actividades.
Es con el ahorro del resto del mundo, pues, con el que la economía española (como buena parte de la de las sociedades centrales) ha podido erigirse en compradora de la riqueza de los demás (de aquellos mismos que la dan dinero para que se apropie de su riqueza). Esto es fruto de su “modelo de desarrollo” parasitario, que por otra parte la hace una economía crecientemente vulnerable a los avatares financieros y bursátiles, y con escasa soberanía productiva, sea industrial o alimentaria [ver J.M.Naredo, Raíces económicas del deterioro ecológico y social. SigloXXI. Madrid, 2006].
Todo ese capital excedente que no se convierte en capital productivo, se invierte en Bolsa o en las cada vez más diversas modalidades de interés bancario.
Sirve también para la inversión en la industria del ocio-espectáculo (ferias, parques temáticos, grandes edificios emblema que exhiben la ‘riqueza’ del capital excedente, acogimiento de muestras y exposiciones internacionales, etc.), con el sobredimensionamiento de actividades como el fútbol (que ha hecho de España el principal inversor-especulador en ‘fuerza de trabajo futbolística’ y todos los negocios que le son anejos), etc.
Sin embargo, con la crisis bursátil de finales de siglo XX y las bajadas de los tipos de interés bancario, el capital excedente ya no se pudo seguir refugiando en la Bolsa o en la Banca. Hubo que buscar un nuevo campo en el que depositar toda esa liquidez: la inversión–especulación inmobiliaria. Lo cual atrajo todavía más capitales especulativos del exterior.
Sus posibilidades de revalorización, no obstante, estaban condenadas a ser tan efímeras como engañosas y acentuadoras del desequilibrio general del sistema.
4 Por otra parte, el salario y la productividad son indicadores del grado de explotación del trabajo. Si en una formación social se incrementa la tasa de explotación, en principio aumenta también su capacidad para atraer flujos internacionales de capitales productivos (y financieros). O al menos eso es lo que se pretende.
5 Los países anglosajones, EE.UU. y Gran Bretaña, se han aliado históricamente contra el proyecto pangermano continental. De hecho, su línea de no traspaso consiste en evitar por todos los medios (incluso los militares) la alianza germano-rusa (una alianza que supondría la fuerza formidable de buena parte de Eurasia). Ese fue el origen de la declaración de guerra a Alemania por parte de Gran Bretaña en la II Gran Conflagración Interimperialista y es “causus belis” para EE.UU. en la actualidad, previniendo cualquier acercamiento a Rusia por parte de la UE [ya se sabe lo que al respecto significa la famosa frase de Halford Mackinder: “quien domine el corazón de Eurasia domina la isla del centro del mundo; quien domine la isla del centro del mundo dominará el mundo”. (Esa “isla” no es otra que Asia occidental)].
6 Todo ello se compagina, de puertas para afuera, con las presiones a terceros países para que sellen acuerdos de “libre comercio” con la UE, es decir, para que abran sus puertas sin restricciones a las exportaciones europeas, sean industriales o agrícolas, y para que al mismo tiempo se dejen llevar sin restricciones o compensaciones sus materias primas [Hay que tener en cuenta que la UE importa en torno al 80% de sus materias primas metálicas, y es totalmente dependiente en lo que se llama “metales de alta tecnicidad”, necesarios para la fabricación de productos de alta tecnología. La presión sobre América Latina al respecto es especialmente agresiva, sobre todo a través de España y aprovechándose para ello al máximo su presidencia rotativa de la UE].
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