Michael R. Krätke
La desolada situación de la UE forzó a la unidad en su cumbre. Pero no habrá un gobierno económico de la UE; Berlín se atraviesa en su camino.
¡Al ladrón, al ladrón!, gritaban los buenos ciudadanos y sus respetables medios de comunicación, hasta que finalmente se les ha respondido con el paraguas de salvación de la UE. Ahora que está abierto, los mercados parecen poco impresionados. Pero los gobiernos de la UE han saltado por encima de su sombra: por miedo a la próxima crisis bancaria, que inexorablemente estallará cuando los desvalorizados títulos de deuda pública se apilen en los balances contables de los bancos; y por miedo a la próxima crisis crediticia, que paralizará el préstamo interbancario a causa de la mutua desconfianza imperante entre las entidades.
Dadas estas circunstancias, el Banco Central Europeo (BCE) ha empezado finalmente a comprar empréstitos públicos de los Estados de la UE. El salvador mayor de los Estado de la eurolandia es incluso un funcionario alemán. En caso de necesidad, dispondrá de 440 mil millones de euros para evitar acechantes quiebras públicas. Es decir, que lo que hará será evitar que lo propiamente inevitable –la reestructuración de la deuda— sea a costa de los acreedores, los bancos, cargándolas a los contribuyentes. Los bonos de deuda pública de la UE, hasta hace poco considerados un demonio de todo punto vitando, están a la vuelta de la esquina, aunque nadie se atreve a decirlo abiertamente.
España necesita crédito
Se trata, aparentemente, es del euro; pero la cuestión de fondo es quién tiene vara alta en eurolandia: ¿los Gobiernos, los Parlamentos, el electorado o la aristocracia financiera internacional? No se dejará esta última obnubilar por el fondo de rescate de 750 mil millones de euros. Lo sabe demasiado bien: algunos de los países que lo garantizan son ellos mismos candidatos potenciales al rescate. Jugando con el miedo a las quiebras públicas se pueden hacer maravillosos negocios milmillonarios: el “caso de Grecia” ha venido a proporcionar desde abril pasado una prueba contundente.
Portugal ha rechazado valientemente acudir al fondo de rescate, y ha pagado por ello un precio relativamente alto. Se logró el pasado 9 de junio la refinanciación de una deuda pública milmillonaria, pero los intereses para el nuevo empréstito a diez años rebasaron claramente el 5% que exigiría el fondo de rescate europeo, conforme a la recomendación de sus creadores.
España se acerca cada vez más al abismo, aunque a fines de mayo Madrid logró colocar sin problemas 3,52 mil millones de euros de deuda pública a diez años. Los intereses fueron impresionantes –4,07%—, pero todavía anduvieron por debajo de los de la agencia de rescate. En julio toca una nueva refinanciación por un montante de 16,2 mil millones de euros. Aun si funcionara, la crisis bancaria persiste. Puesto que la burbuja inmobiliaria ha reventado, las cajas de ahorro españolas se hallan sentadas sobre una montaña de miles de millones de hipotecas fallidas, y los acreedores de las mismas –nacionales y extranjeros; bancos europeos y fondos de pensiones— tiemblan por su dinero. ¿De dónde sacará Zapatero los miles de millones que se precisan para el rescate de las cajas de ahorros? A menudo, no queda sino la fusión de varias entidades, pero también las resultantes de la fusión necesitarán más dinero. Precisamente, uno de los grupos bancarios fusionados –que incluye a Caja Madrid— acaba de exigir ayudas públicas por valor de 4,5 mil millones de euros.
Convencida de su inestabilidad y de su menguada solvencia, la agencia de calificación Moody’s acaba de rebajar la calificación de la deuda pública española. Y lo ha hecho, para mayor escarnio, con idéntico argumento que el utilizado antes por la agencia Fitch para justificar ese paso: el nuevo programa de austeridad pública de Zapatero destruye toda perspectiva de animación de la coyuntura económica. Y en efecto: el ahorro caiga quien caiga constituye un peligro real. Gracias a la “liberalización” del mercado de trabajo resulta ahora particularmente fácil despedir a la gente.
Si España, que representa un 12% del PIB de la UE, es desangrada económicamente y puesta de rodillas, los campeones exportadores alemanes lo notarán en sus bolsillos. No tienen el menor motivo para alegrarse de la política española de austeridad pública. Igualmente difícil le resultará al gobierno francés embriagarse con la sangría social de la coalición nigrogualda en [democristianos y liberales] en Berlín. Alemania, la economía nacional más fuerte de la eurozona, no hace con ello sino perjudicase a sí propia y dañar a sus vecinos. Pues el programa de ahorro del gobierno federal no hará sino seguir agostando un mercado interior que vive de los asalariados. El presidente de la República francesa, Nicolas Sarkozy, ha sido más que obsequioso con Angela Merkel: el “modelo exportador” alemán –esa mezcla única de elevada productividad y dumping fiscal y salarial— funciona únicamente merced a los persistentes desequilibrios de la eurozona.
La industria alemana consiente la Unión Monetaria como programa sin ejemplo histórico de promoción de sus exportaciones, mientras le cueste poco o nada. Alemania, manifiestan, ataráxicos, los franceses, debería reforzar su fiscalidad y animar su mercado interior. Amistosos, se privan de añadir que Alemania debería proceder también a reformas estructurales de fondo, como las que empiezan a acometer ya otros países exportadores del mundo, como China, Brasil y la India.
Análoga consideración vale para Grecia, pues también allí el programa de austeridad y ahorro público lo que conseguirá no es sanear los presupuestos, sino hundir a la economía griega en una depresión de larga duración. A diferencia de Alemania, los griegos no disponen de una máquina de exportación a la que confiarse. Por consecuencia, las agencias de calificación se mostraron salvajemente resueltas a degradar definitivamente la deuda pública griega a la condición de bonos basura. Y también con el argumento de que los programas públicos de austeridad, lejos de sanar el déficit presupuestario, lo que lograrían es agravar la crisis y hacerla duradera. Mientras tanto, los buenos los buenos burgueses griegos, cuya evasión fiscal fue factor de capital importancia en la bancarrota de las finanzas públicas, ponen su patrimonio a buen recaudo en el extranjero. Desde comienzos de año, los bienhabientes griegos han transferido al exterior sus buenos 20 mil millones de euros, para solaz de intermediarios financieros y gestores inmobiliarios londinenses. No puede sorprender a nadie que el gobierno griego vuelva a coquetear intensamente con prestamistas chinos y libios.
Dogmas estúpidos
Con todo y con eso, la desolada situación europea fuerza a la unidad de alemanes t franceses. El motor de la eurozona –la asociación germano-gala— balbucea de nuevo. De la mano, desafían al G20. En unos pocos días, en la Cumbre de Toronto, tendrán ocasión de presentar al ilustre Club su exigencia de un impuesto bancario y de fiscalización de las trsnsacciones financieras. Aun si Attac celebrara eso nombrando miembros honoríficos a Angela Merkel y Nicolas Sarkozy, lo cierto es que la propuesta difícilmente fascinará a los partidarios de la línea dura en el G20.
No habrá, en cambio, como se figura el presidente de la República francesa, gobierno económico de la eurozona; habrá, eso sí, más consultas y más cumbres de crisis convocadas de urgencia. Lo que vaya más allá de eso, será excluido por Berlín, porque montaría tanto como transferir competencias. Sin embargo, la cosa está clara, y de nada servirán los sucesivos vetos de Merkel: quien dice euro, no puede quedarse aquí, y tiene que seguir pensando: coordinación, trabajo conjunto, responsabilidad compartida. Incluso --¡hay que fastidiarse!— planificación y fiscalización del conjunto del desarrollo económico. Sólo dogmas estúpidos se atraviesan hoy en el camino de este principio de cooperación.
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