Mi nombre es Timothy Clark. Llegué a Berkeley en 1988, y los 21 años en los que he enseñado e investigado aquí han sido en muchos respectos los más gratificantes de mi vida. Por eso mis sentimientos son dolorosamente contradictorios, ya os lo podéis figurar, cuando miro a estos amigos, nuevos y viejos. Es un honor y un privilegio tener la ocasión de dar la primera charla en esta ocasión, pero, al propio tiempo, es también una tragedia.
Dejadme empezar por el honor. Lo que veo frente a mí –pancartas, rostros, reivindicaciones— es la vida de la universidad, tal como yo la entiendo. Es la universidad que cobra forma en la esfera pública: que escapa de la sala de juntas académica, que es indiferente a la jerga de empresarios y buscadores de patentes, y que nos recuerda lo que la universidad es realmente. Una universidad no es una marca comercial. No es una organización paraguas para una variedad de 150 laboratorios de corporaciones empresariales con capacidad, cada uno de ellos, de cerrar contratos con sus patrocinadores sobre la cantidad, mucha o poca, de conocimiento nuevo producido por ellos que va a ser “privatizada” inmediatamente. Una universidad –una universidad pública— no es como una escuela privada suiza para enseñar buenos modales a las hijas y a los hijos de los pocos –cada vez menos— que pueden permitirse pagar sus matrículas. Una universidad no construye su futuro sobre las espaldas de los más vulnerables en su seno: los hombres y mujeres que mantienen los espacios en que aprendemos seguros y limpios y capaces de seguir funcionando. Una universidad –tal es el último y vital elemento de su vida intelectual y moral— no ve su propia crisis con independencia de la crisis que está amenazando al conjunto del estado [de California]. Sabe lo que está ocurriendo en las aulas de las escuelas de Richmond y Oakland y San José. Siente la desesperación de aquellos para quienes el instituto de enseñanza media municipal o el sistema de universidades públicas de California parecían ofrecer una vía de promoción y que ahora ven cómo se cancelan cursos y se condenan edificios. Y todo esto –eso es lo imperdonable— en un estado cuyas concentraciones de riqueza privada y empresarial siguen siendo inmensas, pero al que un sistema político fracasado se ha avilantado a poner límites, aun a sabiendas de que lo está en juego es la vida y la muerte mismas de nuestra sociedad.
Se dirá que en comparación con los duros tiempos por los que está pasando el conjunto de California la universidad todavía funciona. Yo replico a eso por partida doble. Para empezar: evidentemente, no estamos diciendo que sufrimos al mismo nivel que los verdaderamente desaventajados y vulnerables, que soportan el grueso de la carga derivada de la quiebra financiera del estado. Reconocemos lo que todavía tenemos; pero, al propio tiempo sabemos que un sistema de educación pública en un gran estado como California es una unidad compleja e interdependiente, y que deberíamos luchar con todos los medios que podamos, sin necesidad de disculparnos, para preservar su urdimbre. El sistema de la Universidad de California es un recurso precioso –un recurso público— construido durante más de un siglo con el dinero de los contribuyentes, con la generosidad y la inteligencia privadas y con la energía intelectual de generaciones de estudiantes, profesores y empleados. Un estado en sus cabales no destruye ese recurso cuando vienen tiempos difíciles.
Pero eso, no nos equivoquemos, es lo que está ocurriendo. ¿Cuántas veces, estas dos últimas semanas, han encontrado cerradas los estudiantes las oficinas de su departamento, cuando necesitaban urgentemente asesorarse sobre cursos y requisitos de inscripción, “debido a insuficiencia de personal”? ¿Cuántas veces se os ha tenido que recordar que si necesitabais estudiar en la biblioteca el próximo fin de semana –una necesidad básica de la vida universitaria— tendrías que desistir, porque las bibliotecas en Berkeley no pueden permitirse abrir ni sábados ni domingos? (A diferencia de las de las de las Universidades de Misisipí y de Alaska.) Una colega me contó ayer una conversación que había tenido –una de tantas parecidas esa misma semana— con un fiel y abnegado empleado del personal de su edificio, el único que no había sido despedido, y que le preguntaba con voz de verdadera desesperación: “¿Pero cómo se supone que voy a poder hacer ahora mi trabajo? ¿Cómo puede una sola persona evitar que toda la instalación se deteriore irreversiblemente?”.
No es tiempo de una política de denuncia. Sé que muchas de estas decisiones las han tenido que tomar a la fuerza los decanos y los directores de departamentos, que seguramente no veían otro modo de hacer lo que se les obligaba a hacer desde arriba. Pero visto como política de conjunto, a lo que estamos asistiendo es a algo que me hace hervir de indignación. Es destructivo y profundamente injusto. Se acerca demasiado –si puedo servirme de la infame expresión de un famoso miembro de nuestra facultad— a un “fallo de órganos” en nuestro modelo de gestión de la crisis. Y si nuestras autoridades del rectorado de la Universidad de California creen que al final podrán abatirnos con las inveteradas tácticas del prontuario de la reacción –divide, engaña, oculta, desmoraliza—, están muy equivocados. Volveremos a luchar.
Finalmente, pues, permitidme esbozar las líneas básicas de una alternativa. Estamos en una situación de verdadera emergencia, lo reconocemos, y muchos de nosotros estamos dispuestos a contribuir a resolverla. ¿Qué queremos? ¿Qué nos haría sumarnos a la tarea como activos participantes en labores de reconstrucción?
Bueno, supongamos que se nos presenta un plan honrado, transparente y coherente para la preservación de la universidad pública en tiempos difíciles… Supongamos que en este plan los sacrificios realmente se reparten, que los proyectos mascota y los hinchados programas de construcción de edificios y los gastos ocultos no quedan fuera de consideración cuando se discute de recortes presupuestarios… Supongamos que a las partes generadoras de beneficios del sistema de la Universidad de California (que existen, por cierto) se les exigiera –tal vez sólo temporalmente, como colaboración en una situación de verdadera emergencia— contribuir, en proporción con sus excedentes, a las necesidades urgentes del corazón docente de la universidad… Supongamos que la preservación de la genuina diversidad económica, racial y étnica de los estudiantes de la Universidad de California fuera una absoluta prioridad, una parte innegociable del carácter de nuestra institución… Supongamos que resultara sencillamente impensable que el futuro de la universidad se decidiera, como planean [el rector] Yudof y las autoridades académicas, por una comisión de técnicos y gestores académicos profesionales que raramente, o nunca, han visto un aula o un laboratorio de verdad…
Entonces nos sumaríamos a la labor. Y eso puede ocurrir, amigos míos. Nos hallamos en un momento cercano al desplome, y nadie pretende que la salida sea indolora. Muchísimo depende de la vida política del conjunto del estado de California. De nosotros depende la argumentación a favor de una universidad pública –de una educación pública— en una democracia en crisis. La crisis es real. Pero las crisis generan opciones. Arrojan luz sobre los gestores y sobre su jerga. Hacen posible otra visión. Nos recuerdan la importancia de enseñar y de aprender, la importancia de la producción de conocimiento nuevo: por qué son tan vitales para la vida del conjunto de la sociedad. Y nos llaman a luchar para preservar el espacio en el que eso es posible. La lucha ha comenzado.
Rebelion - 05.10.10
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