El gobierno de Nicolas Sarkozy, con el apoyo de un nutrido grupo de intelectuales vinculados a la derecha, acaba de dar forma a un portal en Internet con el fin de materializar una macroencuesta sobre un tema que no tiene desperdicio: “¿Qué es ser francés”. Por lo visto la página está destinada a unos ciudadanos que deberán expresar a lo largo de los próximos meses su concepción de la francesidad. El asunto puede resultar en primera instancia además de patético, ridículo, pudiéndose tomar como un reflejo de las estupideces en las que un gobernante emplea el dinero público, cuando al mismo tiempo está llamando a la austeridad en tiempos de crisis, reduciendo drásticamente los gastos sociales y poniendo en cuestión los cimientos mismos del Estado del Bienestar. El problema es que la tan cuestionable como innecesaria macroencuesta (cuya retirada ha sido exigida por el grueso de la oposición parlamentaria de izquierdas y un notable número de sociólogos e filosóficos progresistas) esconde un nada inocente trasfondo político, que no sólo informa de las praderas ideológicas por las que rumia la derecha francesa, sino que además encierra un acto de irresponsabilidad al poner seriamente en jaque la convivencia de los ciudadanos. Por supuesto, la macroencuesta y la forma en la que ha dividido a la opinión pública francesa en cuanto a la pertinencia o no de su materialización no son inteligibles sin girar la vista hacia el periplo que ha experimentado la vida política y social en el país vecino desde finales de los años 80.
El debate sobre la crisis de la “identidad nacional” tomó cuerpo en Francia con motivo de una sobredimensionada polémica sobre el porte del Shador islámico en las escuelas públicas. La cual, para colmos, vino a desencadenarse en 1989, coincidiendo con el Bicentenario de la Revolución Francesa. Confluencia de circunstancias que desató un mar de controversias sobre la crisis de esos valores de igualdad, universalidad y ciudadanía tan incrustados en la cultura política francesa. La agudeza de la crisis económica, el aumento del paro, la desaparición de los vínculos sociales que garantizaba la sociedad salarial, sumado a la desestructuración urbana, la desaparición de la “cultura obrera” en las famosas Banlieux Rouges, la violencia juvenil, las disfuncionalidades de las políticas de integración (basadas en procesos de invisibilización e inferiorización de los colectivos inmigrantes) y los síntomas de guetización (que proyectaron la amenaza de una creciente influencia del modelo social norteamericano de comunidades contrapuestas y herméticas), constituyeron el caldo de cultivo de lo que vino a denominarse “el malestar francés”. El impacto electoral de una extrema-derecha demagógica bajo la batuta de Jean-Marie Le Pen y del Frente Nacional vinieron a completar el asunto y a acabar de atizar los miedos sociales ante la crisis de una identidad colectiva tradicionalmente alzada en torno a los “Valores Republicanos”. Sin olvidar, claro está, la proliferación de toda suerte de discursos sobre la “no integrabilidad” de una facción de la inmigración llamada “extra-comunitaria” , al carro de un neorracismo de urdimbre diferencialista. Resultado de ello fue en los años 90 la reforma legislativa por parte de los gobiernos conservadores de Jacques Chirac y Edouard Balladur de las condiciones de acceso a la nacionalidad francesa, o la política obsesivamente anti-inmigracionista del entonces Ministro del Interior, Charles Pasqua, perteneciente a la corriente ultra del neogaullismo.
Este malestar francés (ante la crisis institucional, social, cultural e identitaria) y los debates políticos, intelectuales y mediáticos que desde finales de los 80 se han producido en torno a él, son los elementos que de manera esperpéntica han dominado la vida pública de nuestros vecinos. Cómo no, también el factor clave que aseguró en su momento la victoria de Nicolas Sarkozy, “salvador nacional” frente a todos los males vividos por la Republica y receptor de todos los miedos e inseguridades (justificados o no) experimentados por el francés medio. Hecho a no omitir, buena parte de la retórica política del energúmeno, sobre todo desde los acontecimientos de las Banlieux hace dos años, ha estribado en la estigmatización de ciertos núcleos de población de origen “no autóctono” o “no europeo”. A título de ejemplo, el gobierno de Sarkozy ha eliminado la famosa “Carta escolar” (que limitaba la elección de los establecimientos de enseñanza pública al distrito de residencia de los padres), alentando procesos de secesión de los alumnos hacia fuera de su circunscripción padronal. Medida destinada a beneficiar a quienes pretenden evitar cualquier forma de interacción de sus hijos con otros adolescentes originarios de colectivos culturalmente “extraños” o socialmente sospechosos. Una dinámica secesionista que al mismo tiempo que apela contra los “guetos” y la endogamización cultural de los colectivos inmigrantes, los alienta fomentando la segregación escolar. Fenómeno en auge, los curriculums de los candidatos a un puesto de trabajo llegan a los departamentos de Recursos Humanos de las empresas con “ buzones prestados” en domicilios “ficticios” pero con prestigio social. Todo ello con el fin de evitar eliminaciones fulminantes en los procesos de selección, en el caso de estar residencialmente ubicados en Banlieux chaudes (barrios calientes) o malfamées (de mala fama). Aunque a primera vista la picaresca podría ser interpretada como el reflejo de un complejo de clase (muy común entre la aristocracia obrera o en las clases medias con aspiraciones de movilidad social ascendente), la trampa tiene una motivación cultural: el miedo a no ser considerado un “verdadero francés de origen europeo”. Estas prácticas sociales no dejan de ser paradójicas en un país que clama por los valores universales y el no reconocimiento de las identidades en el Espacio Público, aborreciendo del americano modelo multicultural. Cómo de costumbre, Francia confirma su cojera ideológica al hacer todo lo contrario de lo que predica su Constitución: la igual dignidad de todos sus citoyens más allá de sus adscripciones raciales, orígenes sociales, culturales o étnicos, creencias religiosas o identidades de sexo y género.
No es extraño que los éxitos electorales de Sarkozy hayan sido correlativos al descenso electoral en picado de una extrema-derecha que hasta la fecha había ostentado el monopolio de los discursos sobre la crisis de la identidad y la desvertebración social y cultural del país. Lo que confirma el perfil general de un Presidente de la Republica como Nicolas Sarkozy, que parece alejarse de la tradición democrática de la derecha neogaullista como la que representaron Georges Pompidou o incluso Jacques Chirac, para deslizarse peligrosamente hacia la tradición del poujadisme y de una serie de corrientes populistas y fascistoides de las que Jean-Marie Le Pen y el Frente Nacional fueron hasta el momento el heredero natural.
El asunto de la macroencuesta sobre la francesidad podría resultar hasta cómico, si su tendenciosidad no fuese tan flagrante. Es sabido que en nuestra sociedad moderna, el sistema de percepción y discriminación de los factores de realidad se basan en interpretaciones binarizantes y dicotimizantes de los hechos. Una pregunta sobre “qué es” conlleva otra subsidiaria sobre “qué no es”. Y las respuestas no dejan lugar a dudas en un país en el que tanto las instituciones, como los discursos políticos, como los medios de comunicación (desde los programas de debate, pasando por los programas de entretenimiento como los concursos, los espacios sobre gastronomía, hasta las series de televisión) están impregnados por un profundo y paleto neochauvinismo y autocomplaciencia respecto a los valores y tradiciones culturales del país. Si a esto añadimos cómo, tanto el gobierno como los medios de comunicación y los opinadores profesionales inventan “chivos expiatorios” (que como siempre son los mismos) el resultado no es difícil de adivinar. Nada de ser un gran analista político, ni un fenomenólogo social de primera fila, para percatarse de que dicha macroencuesta sólo busca legitimar, a través de una opinión pública atolondrada por discursos catastrofistas sobre la “desintegración nacional”, la política reaccionaria desplegada por el Presidente Sarkozy. La política identitaria del miedo parece la nota dominante entre nuestros vecinos.
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