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¿Existe una crisis económica? Nadie lo duda. Y los gobiernos se empeñan en formar consensos para paliar la situación y restablecer la normalidad, es decir, la inversión de capital y el crecimiento del PIB, aun éste sea en su mínima expresión. Todas las mañanas los políticos se levantan con el ánimo de ser informados de indicios de desatascamiento de la maquinaria económica. Y, ante la impotencia del Estado para racionalizar el funcionamiento de la maquinaria enloquecida, consultan a sus asesores económicos como los reyes lo hacían en otros tiempos con magos y brujos. Son incapaces de darse cuenta que son parte del mismo juego perverso, una de cuyas reglas básicas es moverse en un campo visual restringido, al borde de la ceguera.
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Sin ese campo visual sería imposible el sistema. Su dogma: la propiedad privada y el mercado como fuentes de racionalidad y libertad humanas.
Sin embargo, tanto la propiedad privada y el mercado como el estado, son figuras de una relación social cuyo núcleo es la plusvalía y la acumulación; un sistema donde los seres humanos aparecen subordinados en términos de instrumentos y personificaciones de dicha lógica1, es decir, como objetivaciones del capital. Con lo cual, éste (el capital) y sus figuras aparecen como el sujeto en tanto que fuente dominante de racionalidad, mientras la inmensa mayoría de los hombres y mujeres son reducidos a meros factores de la producción, a elementos de ese sujeto extraño e impersonal.
A eso se debe la forma espectral de la existencia en esta sociedad. El sujeto aparece en la forma de racionalidad objetiva, con una lógica propia que subordina a los seres humanos y los transforma en personificaciones u objetivaciones de relaciones sociales que los determinan.2 A eso se debe también la forma de pensamiento que ve la realidad social como algo objetivo y autónomo que nos determina en tanto individuos impotentes y atomizados. (Los individuos como cristalización de un sistema de soledad). Y esto, como se dijo, porque el sujeto aparece como realidad fantasmagórica en la forma de fetiche, y no como colectividad autoconsciente y autodeterminante. La ausencia, mejor dicho la negación, de la comunidad concreta3 en la forma de conocer nos convierte en tributarios de una epistemología fetichista.4 Ésta contiene, en sus fibras más sensibles, el dogma de la propiedad privada, el mercado y el estado como fuentes de racionalidad y libertad humanas.
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Un conocedor de las tradiciones de resistencia de las comunidades indígenas en la región ixil del noroccidente de Guatemala, me dijo algo que me dejó sorprendido5: el “dato” y los “hechos” del investigador comúnmente tienen “hoyos”. Después me explicó, que esos hoyos son algo así como la negación (en el conocimiento) del proceso colectivo que se exterioriza en datos y hechos, es decir, de la comunidad humana como sujeto. En todo caso, esa sabiduría ixil no es simplemente “otra forma de conocer”; concientemente o no, representa una crítica al paradigma positivista de la ciencia. Cuestiones parecidas ocurren en muchas partes. Por ejemplo, para los aymaras en Bolivia el conocimiento popular-comunitario forma parte de un nuevo “territorio epistemológico” que desnuda el paradigma eurocéntrico, basado en el individualismo posesivo.6 Para no hablar del impacto del zapatismo en las ciencias sociales y en el pensamiento revolucionario, particularmente en el modo de construir desde abajo conocimiento horizontal como parte constitutiva de una práctica revolucionaria centrada en la autonomía.7
En el tema de la crisis también podríamos hablar de “hoyos” epistemológicos. Por lo común, especialistas y constructores de opinión pública consideran la crisis actual como anomia. Piensan que la crisis es una suerte de enfermedad de un organismo básicamente sano. Que, como toda enfermedad de un organismo sano, la crisis es pasajera. Que lo importante, en consecuencia, es suministrar ciertos remedios al organismo para que éste pueda lograr salir de la crisis lo más antes posible. Estos remedios pueden ser, según la tradición médica, desde recortes al presupuesto público y mayor austeridad en el gasto, así como de mayor control sobre los contribuyentes para aumentar la recaudación. En México se hace esto, siguiendo a pie juntillas el dogma neoliberal. En otras partes, donde los efectos de la crisis sacudieron a la clase política, se ha sacado a la escena pública el otrora vilipendiado expediente keynesiano, ya sea para cubrir las pérdidas de las grandes compañías transnacionales y, de esta manera, dar confianza a un sistema financiero en total descrédito, o combinando el reparto de dinero público para los grandes ricos con un sistema de salud menos excluyente. El caso de Obama en Estados Unidos. Con variaciones, sin embargo la idea de la crisis es la misma. Es una enfermedad que hay que superar para estabilizar el sistema, de por sí sano. Y, lo más importante, las medidas sólo tienen que estimular los anticuerpos que el sistema ya tiene en términos de su propia racionalidad. Apuntalando esa forma de pensar se encuentra un aparato muy sofisticado de estadística que nos informa a diario del curso de los hechos, y que cuenta con la bendición científica que dice “lo que no es cuantificable no existe”. En ese mismo tono se habla del pasado. Desde esa perspectiva, la historia demostraría que el capitalismo ha crecido a “saltos”, y que esos saltos han sido producto de las crisis; es decir, que en el fondo las crisis no son tan malas, son la manera en que el sistema se mueve produciendo una temporalidad llamada progreso. En consecuencia, el sistema es sabio. Se autorregula. Lo dijeron en la alborada del capitalismo industrial los clásicos. El futuro entonces siempre ha sido la acumulación de capital.
¿Dónde se encuentran los “hoyos” de esta representación?
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Seguramente esa representación tiene muchos “hoyos”. Uno de ellos, es que la idea convencional de crisis hace aparecer lo viejo-que-perdura en términos de algo que acontece como presente anómalo y sin nexos con lo viejo.
Si atravesamos la epidermis de la realidad y vemos más allá de la inmediatez, nos podemos percatar de que la crisis no es nueva, que es una señora muy vieja. La inmediatez nos dice que la crisis es algo temporalmente reducido, equivalente al desperfecto de un reloj. Algo parecido a un instante que no tiene por qué alterar el transcurso del tiempo. Pues bien, lo que esa representación no dice, más bien esconde, es que ese instante crítico no sucede en el tiempo, sino que es coagulación de tiempo. El tiempo del capital es el tiempo de la acumulación. La acumulación presupone la subordinación/reducción de la actividad humana a gasto de tiempo, medible y cuantificable; es decir, la reduce a trabajo.8 Esto implica, que el trabajo, como categoría del capital9, es producción de una temporalidad objetiva y abstracta, la cual no es neutra sino una forma fundamental de la dominación. (Tischler, 2005). El mundo de la mercancía es esa temporalidad en la forma de sujeto fantasmagórico.
¿Qué se acumula? Tiempo muerto en la forma de trabajo. Tiempo transformado en medios materiales dispuestos para apropiarse del trabajo vivo de la fuerza de trabajo y, de esa manera, producir plusvalía (la forma históricamente específica de la explotación del capital). No es un secreto, lo reveló Marx, que la venta de fuerza de trabajo es la condición social para que el hacer humano (Holloway, 2002) sea transformado en una objetivación capitalista. El tiempo del capital es acumulación de plusvalía (la categoría trabajo la implica). Es decir, que estamos en una forma social en la que el tiempo es una objetivación de una lógica (sistema), y que la acumulación de tiempo se materializa en la forma de mercancías y dinero, destinadas a producir más mercancías y más dinero, es decir, capital.
Pero no sólo eso. Para acumular es necesario destruir. ¿Qué fueron la llamada “acumulación originaria”, las campañas coloniales, la esclavitud, las guerras de rapiña, la explotación y genocidio de los indígenas de toda América, las dos guerras mundiales, la guerra actual de las transnacionales por apropiarse de los recursos naturales, el agua entre ellos? La producción del individuo moderno como propietario (la propiedad privada como núcleo del yo) ha implicado la destrucción de las formas de sociabilidad solidarias y comunitarias, suplantándolas por relaciones instrumentales con la naturaleza y entre los seres humanos: la naturaleza y los seres humanos transformados en objetos e instrumentos. Y, en este proceso, la violencia cumple y ha cumplido un papel central. El capital y la acumulación son violencia. Por eso el ángel de la historia de Walter Benjamín (2007: 29) ve el progreso como un huracán que deja tras de sí un “cúmulo de ruinas”, y Boaventura de Sousa Santos (2005) la modernidad como un genocidio que ha implicado el epistemicidio. Entonces, el presente del capital es coagulación de un tiempo que no es de ahora. Su “ahora” es de larga duración. El momento de la crisis implica la temporalidad de la larga duración de la acumulación y su violencia constitutiva. Y, esa temporalidad, es humanidad negada.
Así pues, la crisis puede ser vista como un atascamiento de los mecanismos de la acumulación derivado de las contradicciones específicas del capital; atascamiento que aparece en la forma de sobreacumulación prolongada, lo cual explicaría el despliegue inusitado del “capital ficticio” (esfera financiera) (Trenkle, 2009). Lo cual es importante, entre otras casas, porque golpea el mito de las posibilidades del relanzamiento virtuoso (de largo plazo) del ciclo10. Pero no hay que olvidar que la profundidad de la crisis viene de lejos, y se encuentra en el funcionamiento “normal” del capital, en tanto la acumulación es un sistema de negación de la humanidad. En otras palabras, la raíz de la crisis es el antagonismo entre acumulación y emancipación social y humana.
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Los muertos han entrado en el circuito del capital. La acumulación los ha transformado en una dura muerte fría. La fábrica acumula ese tipo de muerte, por eso su expresión más violenta es la de los campos de concentración nazis, donde la gente era convertida primero en cifra para después pasar al crematorio.11 John Berger ha detectado ese rompimiento con los muertos y su transformación en muerte fría, cuando dice:
“¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta antes de que la sociedad fuera deshumanizada por el capitalismo, todos los vivos esperaban alcanzar la experiencia de los muertos. Era ésta su futuro último. Por sí mismos, los vivos estaban incompletos. Los vivos y los muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo esa forma moderna tan peculiar del egoísmo rompió tal interdependencia. Y los resultados son desastrosos para los vivos, que ahora piensan en los muertos como los eliminados.” (Berger, 2006, 10)
La acumulación, convertida en el centro de la actividad humana, es también un proceso de despojo de nuestros muertos como memoria colectiva. Por eso, Walter Benjamín (2007) hablaba de la necesidad de movilización del pasado y de la tradición rebelde (de los muertos como memoria de lucha) contra la temporalidad abstracta que nos transforma en objetos. Esto es, para romper el continuum de la historia, que es la historia de los que hasta ahora han vencido. El progreso, su centro, es el tiempo abstracto; es decir, la muerte fría, sin memoria, reducida a objeto, a despojo. Y eso es el capital.
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De tal manera, el dogma del individualismo posesivo y de la acumulación como fuentes de racionalidad y de libertad es, en realidad, una forma ideológica de ocultamiento del sentido profundo de la crisis. Y, como se ha planteado, esa forma ideológica es parte de la ceguera que necesita el sistema para reproducirse.
En su libro Ensayo sobre la ceguera, José Saramago presenta en forma metafórica lo que es ese velo constitutivo de nuestra cotidianidad. Nos muestra, con razón, que la “normalidad” en realidad es una forma de ocultamiento de nuestra crisis como seres subordinados a un sistema deshumanizado y deshumanizante; esto es, en los términos aquí expresados, seres subordinados a la dominación impersonal y abstracta (pero real) del capital.
El mundo necesita luz. El futuro no está en la acumulación, sino en el proceso de traspasar la forma social que nos somete. No se encuentra en el estado o en el mercado, sino en la construcción del mundo como casa de la humanidad, y no como negocio del capital. Y este proceso es lucha. Por eso, siguiendo la interpretación que Agamben (2004) hace de una tesis de Walter Benjamín sobre el “Estado de excepción”, resulta fundamental transformar la crisis actual en un verdadero proceso detonador de luchas que erradiquen desde la raíz las formas sociales de la racionalidad perversa y deshumanizante del capital. El análisis radical de la crisis es parte de ese movimiento antagónico. Algo que no es parte de un sueño romántico y de utopías abstractas, sino del movimiento de lo real que también tiene su sueño, el sueño del “soñar despierto” (Bloch, 2004) que se expresa en una buena parte de los movimientos sociales de la actualidad.12
No debemos repetir el pasado sino elegirlo, y elegirlo es romperlo como cárcel de larga duración, producir lo nuevo. La acumulación es repetición en escala ampliada. El neoliberalismo y el keynesianismo son pasado, repetición. Es necesario negarlos para caminar hacia adelante. La repetición es ceguera.
Bibliografía
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-Berger, John, Con la esperanza entre los dientes, La Jornada Ediciones, México, 2006.
-Bloch, Ernest, El principio esperanza [1], Editorial Trotta, España, 2004.
- de Sousa Santos, Boaventura, El milenio huérfano. Ensayos para una cultura política, Editorial Trotta, Madrid, España, 2005.
-Esteva, Gustavo, “La crisis como esperanza”, revista Bajo el volcán, No. 14, Posgrado de Sociología, Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, México, 2009.
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-Weber, Max, Economía y sociedad, Fondo de Cultura Económica, México, cuarta reimpresión, 1979.
1 Sobre la categoría de personificación, ver Marx (1976).
2 Al respecto es ilustrativa la teoría de Max Weber (1979) sobre la dominación burocrática como dominación racional característica del Estado moderno.
3 Siguiendo la línea de argumentación de Marx y Engels expuesta en La ideología alemana (1958), por comunidad concreta podemos entender la asociación libre de trabajadores liberados de su condición de obreros asalariados. Para Holloway (2002) sería una comunidad de hacedores. En todo caso, lo importante aquí es señalar que dicha comunidad surge de la negación-superación de la comunidad ficticia que tiene su principal figura en la ciudadanía y el Estado modernos.
4 Respecto al fetichismo de la cosa y el fetichismo del conocimiento, ver Marx (1976), Lukács (1969), Holloway (2002).
5 Conversación con Javier Gurriaran Prieto.
6 Conferencia de Pablo Mamani en el Otro Seminario, encuentro realizado en la ciudad de Oaxaca entre los días 11 y 13 de septiembre de 2009. Ver también Gutiérrez (2008).
7 Al respecto, ver Holloway (2000), Tischler (2008), Gómez Carpinteiro (inédito).
8 Al respecto, ver Manifiesto contra el trabajo del Grupo Krisis (2002).
9 Nos referimos al trabajo como trabajo abstracto. Ver Postone (2006).
10 Una de las cuestiones importantes de esta interpretación es la de plantear la sobreacumulación como algo duradero; de tal suerte, que es un mito pensar en un nuevo “ciclo virtuoso” de expansión capitalista (estilo keynesiano).
11 Al respecto, ver Traverso (2003), Bauman (1997).
12 Al respecto, ver los artículos de la revista Bajo el volcán No. 14 (2009), particularmente los de Mina Navarro / César Pineda Ramírez, Gustavo Esteva y Christos Memos.
Rebelion - 30.09.09
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