Robert Fisk
Podría ser el final. Es ciertamente el principio del fin. En todo Egipto, decenas de miles de árabes hicieron frente a los gases lacrimógenos, los cañones de agua, las granadas aturdidoras y la munición real para reclamar la salida de Hosni Mubarak después de más de 30 años de dictadura.
Y mientras El Cairo se sumergía en nubes de gas lacrimógeno de miles de botes disparados contra densas multitudes por la policía antidisturbios, parecía como si su régimen se acercase a su conclusión. Ninguno de los que recorríamos ayer las calles de El Cairo sabíamos siquiera dónde estaba Mubarak. Y no hallé a nadie que le importase.
Eran valientes, en su mayoría pacíficas, esas decenas de miles de personas. La vergüenza fue el escandaloso comportamiento de los battagi -la palabra en árabe significa matones- vestidos de paisano, que apalearon, patearon y atacaron a los manifestantes, mientras los polis miraban impertérritos. Esos hombres, la mayor parte ex policías drogadictos, eran anoche el frente de batalla del Estado egipcio, los auténticos representantes de Mubarak, mientras los agentes uniformados regaban con gases a la muchedumbre.
En un momento de la noche, los botes de humo despedían chorros de gas a través de las aguas del Nilo, mientras los antidisturbios y los manifestantes se enfrentaban en los grandes puentes sobre el río. Era increíble; un pueblo alzado que ya no se resignaba a padecer la violencia y la brutalidad y la cárcel en el mayor país árabe.
Hasta los propios policías podrían estar desmoronándose. "¿Qué podemos hacer?", nos preguntó uno de los antidisturbios. "Tenemos órdenes. ¿Creen que queremos hacer esto? Este país se está yendo al garete". El Gobierno impuso el toque de queda nocturno y los manifestantes se arrodillaron ante la policía.
¿Cómo se puede describir un día que puede convertirse en una página gigantesca de la historia de Egipto? Quizá los reporteros deberíamos dejarnos de análisis y simplemente contar el relato de lo sucedido en una de las ciudades más antiguas del mundo.
"¡Mubarak, Arabia Saudí te espera!", gritaba la multitud cuando los agentes empezaron a disparar sus cañones de agua contra la gente, pese a que no se había lanzado ni una piedra. El agua rompió contra el gentío y las mangueras apuntaron directamente a Mohamed el Baradei, que se tambaleó, empapado. El político egipcio más consagrado, un premio Nobel de la Paz que ejerció como máximo inspector nuclear de la ONU, empapado como un golfillo callejero. Eso es lo que Mubarak opina de él, supongo: nada más que otro alborotador con una agenda oculta... ese es el lenguaje que el Gobierno egipcio emplea ahora.
Después, llegaron los bataggi, poniéndose al frente de los policías para atacar a los manifestantes. Blandían barras de hierro, porras policiales, palos afilados... con saña. Podrían ser procesados por graves crímenes si el régimen de Mubarak cae.
La gente debería haber sentido pánico, pero eran los policías los que se veían inquietos, agazapados como pájaros encapuchados. En el río, una joven sobre una motora agitaba un gran estandarte. Era la bandera de Egipto.
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