Para enfrentarse al legado de sus predecesores, el nuevo presidente de Estados Unidos ha rechazado muchas de sus ideas. Es cierto que Barack Obama no ha acelerado la retirada de las tropas estadounidenses de Iraq y ha enviado más soldados a Afganistán, a una mortífera guerra sin fin. En el plano interno, su política en relación con la industria automovilística, los bancos o las remuneraciones de los dirigentes, no rompe con el indestructible «liberalismo» que sólo socializa las pérdidas de las empresas. Pero Obama representa, sin duda, lo más progresista que puede producir el sistema estadounidense en este momento. Hasta el punto de que, a veces, las decisiones de los dirigentes de Washington parecen preferibles a las de sus homólogos de París, Bruselas, Moscú, Pekín o... Teherán. Si la determinación de la Casa Blanca no flaquea y ciertos lobbies que planean sobre el Congreso no lo impiden, Estados Unidos dispondrá pronto de una legislación protectora de los derechos sindicales y se cubrirán las necesidades sanitarias de cuarenta y seis millones de estadounidenses que carecen de cualquier protección. No es moco de pavo.
Se puede argumentar que Obama, después de todo, es demócrata. Eso sería ignorar cuarenta años de historia. Porque desde la llegada del republicano Richard Nixon a la Casa Blanca , en 1969, los dos presidentes demócratas que le sucedieron hablaron mucho de ruptura, pero... dentro de la ortodoxia, según ellos muy progresista, de su partido. Así, tanto uno como el otro, prepararon el terreno a los republicanos que les sucedieron (Ronald Reagan y George W Bush). James Carter abrió el baile de la desregulación, propició una política «ultramonetarista» y, con el pretexto de la «defensa de los derechos humanos», reactivó la Guerra Fría. Con William Clinton fue mucho peor: endurecimiento de las sanciones penales, generalización de la pena de muerte, abolición de la ayuda federal a los pobres, lanzamiento de operaciones de guerra en Afganistán, Irán, Sudán y Kosovo, sin mandato de las Naciones Unidas. También a la luz de estos precedentes debemos hacer el balance de los primeros tiempos de Obama.
Su discurso en El Cairo, el pasado 4 de junio, no aporta nada nuevo en cuanto al fondo: George W. Bush ya había aceptado la idea de un Estado palestino y, desde Carter, todos los inquilinos de la Casa Blanca reclamaron –con el resultado que conocemos- la congelación de la colonización israelí. Sin embargo, el tono ha cambiado totalmente. Deseoso de «romper el ciclo de sospechas y discordias» entre Estados Unidos y los pueblos de Oriente Próximo, Obama ha evitado cuidadosamente la utilización del adjetivo «terrorista», tan apreciado por su predecesor. Refiriéndose a Hamás, el presidente de Estados Unidos incluso reconoció que esta organización «tiene el apoyo de algunos palestinos». Finalmente, al sugerir a estos últimos que se inspiren en las luchas (no violentas) de los afroestadounidenses, implícitamente equiparó la colonización israelí con la «humillación de la segregación» que vivieron los negros en Estados Unidos.
Sin embargo, añadió, «Estados Unidos no pretende saber qué es lo mejor para todo el mundo». También un sabio principio que debería aplicar a Irán sobre el terreno. En su discurso de El Cairo, Obama lamentó el golpe de Estado orquestado contra Mohammad Mossadegh por los servicios secretos estadounidenses en 1953: «En medio de la Guerra Fría , Estados Unidos jugó un papel en el derrocamiento de un gobierno iraní elegido democráticamente». Esto ya sugiere que Estados Unidos no está en una posición ideal para amonestar a los «rellenadores» de urnas, sobre todo cuando estos últimos es lo que están esperando para acusar a sus desgraciados opositores, ayer pilares del régimen teocrático, de haberse convertido en mercenarios del «Gran Satán». Pero cuanto más se endurezca la situación iraní, más expuesta estará la disposición inicial de la Casa Blanca a negociar con Teherán a las burlas de una derecha neoconservadora a la que no desarmará nunca.
Los intereses estratégicos estadounidenses siguen siendo totalmente obligatorios para cualquier presidente de Estados Unidos, sea quien sea, y tributario, lo quiera o no, del papel de jefe del imperio. A pesar de todo, los primeros pasos de Obama sugieren que todavía no ha olvidado su pasado progresista en los suburbios de Chicago.
Rebelion - 08.07.09
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