Estamos pues en el mejor de los mundos, y todos europeos: el BCE ha reaccionado bien, el euro nos ha protegido, y Europa ha hablado con una sola voz en el G-20. En realidad la crisis pone a la luz un proceso de fraccionamiento que Jacques Sapir llama con razón la “eurodivergencia”. Desde Maastricht, la distancia ya se había profundizado entre países. Con, por un lado, “ganadores” (España, Finlandia, Grecia, Irlanda, Luxemburgo, Reino Unido, Suecia) que constituyen un tercio de la economía europea y cuya tasa de crecimiento entre 1992 y 2006 se acercaba a la de los Estados Unidos; y “perdedores” (Alemania, Austria, Bélgica, Dinamarca, Francia, Italia, Países Bajos, Portugal) cuyo crecimiento ha sido netamente inferior a la media europea.
La crisis agrava este fenómeno: todos los países europeos están golpeados pero no de la misma forma. España, cuya economía había sido arrastrada por la exuberancia inmobiliaria retrocede brutalmente y su tasa de paro estalla. El Reino Unido paga hoy su dependencia de las finanzas y su moneda se hunde. Alemania, que había dado una prioridad absoluta a las exportaciones, sufre de lleno el retroceso del mercado mundial. El modelo irlandés, fundado en la inversión internacional, se ha hundido. Francia ocupa como de costumbre una posición media que se explica por una menor exposición a los riesgos de los sistemas financieros y del inmobiliario y, paradójicamente, por sus modestos logros en la exportación.
El euro ha evitado efectivamente que una especulación sobre las monedas venga a redoblar los efectos de la crisis. Es por esta razón que una salida del euro es poco probable. Así, España se ha beneficiado del euro permitiéndose un déficit comercial del 6% al 7% del PIB (tanto como los Estados Unidos) que no habría podido permitirse con la peseta, que habría sido atacada desde hace mucho. Salir del euro para poder devaluar su moneda sería un remedio peor que el mal. Por razones simétricas, se comprende que algunos de los nuevos Estados miembros querrían acelerar su entrada en el euro.
Pero esta ventaja del euro se paga muy cara. El BCE no se interesa más que por la inflación y tanto peor si la subida del euro pesa sobre las exportaciones puesto que permite reducir el precio de las importaciones. No hay pues nueva política de cambio a nivel europeo. Pero los diferentes países son desigualmente sensibles a la tasa de cambio del euro: Alemania lo es muy poco, mucho menos en cualquier caso que Francia. Sería preciso que el dólar descendiera aún más abajo para ver un día esbozarse una posición común.
Con la crisis, los principios fundadores de la Europa neoliberal han estallado, comenzando por el pacto de estabilidad. La independencia del BCE ha sido, de hecho, puesta en cuestión por la presión a bajar (a trompicones) sus tasas de interés; la Comisión, y por supuesto el Parlamento, han sido puestos fuera de juego y las reglas de la competencia han sido olvidadas ante la urgencia de los diversos planes de rescate.
La crisis ha mostrado también hasta qué punto las instituciones europeas actuales eran inadecuadas. Pero, aún más, viene a subrayar el fracaso de un modo de construcción que se ha basado siempre en el rechazo a dotarse de herramientas como una adecuada política cambiaria, un presupuesto ampliado, o también un verdadero gobierno económico. No habrá tampoco financiación compartida de los déficits públicos o programas de inversión puesto que el BCE fue constitucionalmente privado de la posibilidad de emitir empréstitos o de comprar bonos del tesoro, como ha comenzado a hacer la FED en los Estados Unidos. Hungría, sin embargo miembro de la Unión, ha debido recurrir al FMI que le ha impuesto condiciones dignas de su mejor época: supresión de una paga para los jubilados y congelación de salarios en la función pública.
Los dirigentes europeos intentan salvaguardar las apariencias pero sus intereses divergen frente a la crisis. Los relanzamientos son subdimensionados y no comportan ningún plan global de inversiones públicas, ningún relanzamiento salarial o reducción concertada del tiempo de trabajo. Los expertos preparan ya el golpe de después, dicho de otra forma, el ajuste presupuestario sobre los gastos sociales. Lo que está en juego en las próximas elecciones es pues considerable: se trata ni más de menos de refundar un proyecto de Europa solidaria, basado en el principio de armonización y no en el de competencia. Frente a la debacle, está lanzada la carrera con las variantes nacionalistas y autoritarias del neoliberalismo.
Rebelion - 19.04.09
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