Marcelo Colussi
Según algunas de las instancia creadoras de opinión pública que operan desde el corazón mismo del imperio –como el tanque de pensamiento Fund for Peace o la Revista Foreing Policy por ejemplo– el concepto de “Estado fallido” hoy día se ha vuelto una clave de importancia primordial en su geostrategia global. Al respecto, según sus antojadizos criterios, serían notas distintivas de los países donde tienen lugar estos procesos: la inequidad social estructural, crisis económica recurrente en el seno de sus sociedades, deslegitimación de su institucionalidad y su poca credibilidad dados los altos niveles de corrupción, falta de cobertura estatal en grandes zonas del territorio que debería atender, generalizado descontento colectivo ante esa ineficiencia, masivos movimientos de refugiados y desplazados internos, explosión demográfica sin contención.
Sin ser todo esto un tema realmente académico, de seriedad y profundidad conceptual, estando más en el ámbito de lo periodístico barato y de la creación de opinión pública, la idea ha surgido recientemente con mucha fuerza y se ha expandido. Según esos think tanks, entonces, caerían bajo este parámetro buena parte de los países del llamado Tercer Mundo.
Sin ningún lugar a dudas los Estados y sociedades a quienes se les puede aplicar esa descripción por supuesto que adolecen de todas esas lacras: pobreza, represión, muy débil o inexistente institucionalidad estatal. Ahora bien: ¿todo eso es nuevo? ¿Cuándo comenzaron esos Estados a “fallar”? Lo que hoy día, por ejemplo –según la vara con que estos centros imperiales miden el mundo– se puede decir de, digamos, Haití, o Uganda, o Nicaragua, no se decía hace algunas décadas atrás, cuando eran gobernados por déspotas funcionales a la geoestrategia imperial de Washington. Y sin lugar a dudas la pobreza, la represión o la debilidad de la institucionalidad estatal eran moneda corriente. ¿No eran “fallidos” algunos años atrás?
Esta idea de “Estado fallido” es una noción que implica mucho riesgo en términos ideológicos, dado que conlleva una carga peyorativa. Es, en todo caso, antojadiza, discutible, poco seria en cuanto “formulación” de ciencias sociales, asimilable, en todo caso, a los listados de “transparencia y corrupción” con que las potencias (Washington ante todo) evalúan al resto del mundo. O las igualmente discutibles mediciones de cumplimiento de derechos humanos, o la certificación o descertificación en el combate al narcotráfico. ¿Alguien se puede tomar en serio, con criterio académico real, esas elucubraciones? ¿O se hace demasiado evidente que lo que está en juego es una manipulación tendenciosa, absolutamente ideológica?
Esto de los “Estados fallidos” es una caracterización muy reciente creada por tanques de pensamiento neoconservadores de los Estados Unidos y de la cual se empezó a hacer mayor uso a partir de los atentados del 11 de septiembre del 2001. Si hacemos un recorrido a lo largo de la historia política moderna vemos que se han acuñado diferentes acepciones para calificar a algunos Estados contrarios a las políticas de la Casa Blanca, y así justificar el uso de la fuerza –léase invasión, sin darle vueltas–. Durante la década de los años 70 del pasado siglo el término de moda era “Estados comunistas”; con este pretexto Washington justificaba el mantenimiento de la Guerra Fría, y por ende el de los conflictos armados internos que se desarrollaban en buena parte de los países del por ese entonces llamado Tercer Mundo (especialmente en África, Medio Oriente y América Latina), donde realmente medían fuerzas las dos grandes potencias de aquel período.
Más adelante, y siempre en el marco de la Guerra Fría, la administración del presidente Ronald Reagan desarrolla un nuevo término: “Estados terroristas”, bajo la consigna de defenderse del terrorismo, “plaga de la era moderna”, y principalmente del terrorismo de esos Estados –nunca se ha logrado demostrar la existencia de Estados terroristas como tal–. Luego, con el presidente Bush hijo, el término cobra especial relevancia nuevamente. Durante la administración del presidente Bill Clinton se creó el calificativo de “Estados villanos o Estados forajidos”. Es así como a lo largo de la historia Washington decidió concebir diferentes términos de acuerdo a la ocasión; recuérdese, por ejemplo, aquello de “Eje del mal” (casualmente conformado por los países que decidieron no seguir negociando en dólares con la gran potencia sino pasarse al euro como divisa de cambio: Irán, Irak, Corea del Norte). Hoy día el término “de moda” es: “Estados fallidos”, los que, según la Casa Blanca, representan una amenaza para la democracia internacional, el Irak de Saddam Hussein por ejemplo, o que quizá podrían necesitar de la intervención de Estados Unidos para ¿salvarse? –léase Haití, para el caso, que fuera totalmente devastado en ese intento de “salvación”–. Es más que obvio que ninguno de todos estos conceptos ha logrado ser sustentado con fundamentos teóricos sólidos, por lo que, más que formulaciones teóricas serias de las ciencias sociales son construcciones ideológicas para uso político.
Lo anterior impone definir con precisión algo previo: ¿qué es el “Estado”, ¿qué representa?, ¿por qué existe? Siguiendo la definición leninista clásica, podría decirse que es “el producto del carácter irreconciliable de las contradicciones de clase”. La experiencia de cualquier país capitalista lo muestra con evidencia; y más aún: aquellos designados ahora como “fallidos” lo dejan ver de un modo patético. Sin dudas “fallan” en su cometido de asegurar servicios básicos a la gran mayoría de la población, pero cuando se trata de defender los intereses de la minoría en el poder, sin lugar a dudas no fallan. La falta de salud, educación, agua potable, vivienda, caminos, etc., etc., es lo común en las sociedades pobres –la mayoría en el planeta–; pero los órganos de seguridad ¡no fallan! La ilusión que nos muestra al Estado como gran administrador, como garante de la armonía social entre todos los sectores, quizá se puede ver en mayor medida en las economías más desarrolladas: si bien ahí el Estado también es el mecanismo de control que utilizan las clases dirigentes para perpetuar su dominación, su desarrollo económico permite llevar más holgadamente los satisfactores sociales a toda la población, mientras que en los países capitalistas pobres (la gran mayoría del mundo), esos Estados cumplen muy a medias su cometido de brindar servicios en forma masiva. Pero cuando se prenden las señales de alarma para el sistema, aún en esas sociedades opulentas el Estado nunca sale en defensa de las mayorías. El capitalismo salvaje de estos últimos años lo muestra descarnadamente: ¿a quién rescata el Estado en una crisis financiera, a las masas de desempleados o a los bancos quebrados?
El Estado como control de clase no falla, ni en los países pobres ni en los ricos. Y eso es lo que cuenta para el sistema. Si en la periferia del Sur no se prestan servicios públicos decorosos, al sistema no le importa: mientras estén aseguradas las ganancias del gran capital, las cosas marchan. ¿Por qué, entonces, esta nueva preocupación de los poderes imperiales por las “fallas” que se ven los países pobres? ¿Qué se persigue con esta novedosa designación de “Estados fallidos”?, ¿qué intereses ocultos hay detrás de este término? Más aún, si son Estados débiles, con cargas fiscales bajísimas comparados con los del Norte ¿qué los ha llevado a ser Estados débiles? ¿Recién ahora el imperio se da cuenta de las injusticias estructurales en juego, del malestar de sus poblaciones?
Desde la época de la “Doctrina Monroe” (1823) “América para los americanos” (a través de la cual Estados Unidos dejaba claro a Europa que no permitiría ni una colonia más del Viejo Mundo en América, ni tampoco intromisión o interferencia alguna de Europa en estas tierras), pasando por la “Doctrina del Destino Manifiesto” y el “Corolario Roosevelt” (*) (ambos de principios del siglo XX, los cuales le daban a Estados Unidos luz verde para poder intervenir en el territorio de América Latina y el Caribe), y luego la Segunda Guerra Mundial, (donde las potencias de aquel momento se repartieron el mundo de acuerdo a su capacidad y conveniencia con Washington proyectándose como la nueva potencia político-militar y económica en confrontación con la Unión Soviética), puede verse cómo Estados Unidos, de una u otra forma, siempre ha tratado de delimitar lo que considera su área natural de influencia: América Latina.
El término “Estado fallido”, sin negar que los Estados a los que se le aplica presentan insufribles carencias, no es una conceptualización de carácter científico con argumentos y fundamentos bien elaborados que pretende incidir positivamente para cambiarles ese curso; el concepto de “Estado fallido” no es más que una nueva “doctrina” del gobierno estadounidense para seguir apropiándose de los recursos (naturales y humanos) de América Latina, África y Medio Oriente.
Con esta prédica constante que el neoliberalismo ya transformó en ley en relación a que el Estado no funciona (el Estado es intrínsecamente corrupto, ineficiente, inservible, etc., etc.), se persiguen varios objetivos: la privatización de los servicios de estos Estados a favor de capitales privados, en muchos casos transnacionales, y que en buena medida son de origen estadounidense; invasiones militares a supuestos “Estados fallidos” que, según esa lógica en juego, atentan contra la seguridad o la democracia en el mundo, tras lo cual se oculta el negocio de las armas (uno de los principales ingresos del país norteamericano); y luego de la destrucción, la reconstrucción de estos Estados por compañías de capitales norteamericanos principalmente.
Más que hablar de “Estados fallidos” podríamos hablar de “Estados débiles”. ¿Según quién estos Estados han “fallado”? Para los grupos oligárquicos, estos Estados han sido siempre perfectamente funcionales. Veamos cualquier caso de los países designados por el dedo imperial como “fallidos”: allí, es vox populi, las fuerzas de seguridad son corruptas, sanguinarias, y los mecanismos estatales son igualmente corruptos e ineficientes; la institucionalidad dominante no es capaz de brindar seguridad ni calidad de vida a la población. De todo ello no caben dudas. La vida en las sociedades del capitalismo periférico es durísima…., al menos para las grandes mayorías populares. Pero esos mismos aparatos sí son muy certeros en su función de represión y protección de los intereses oligárquicos. No hay que olvidar que el funcionamiento del Estado es el reflejo de las relaciones que se dan en la sociedad. Entonces podríamos decir que estos Estados funcionan muy poco en relación a los intereses de la gran mayoría, “fallan” en esa tarea, pero sí funcionan si los entendemos en la lógica leninista: mecanismo de control a favor de la clase dominante.
Ahora bien: ¿por qué no arreglar esas injusticias estructurales entonces? Ahí surge el engaño: hay una distancia entre esas ineficiencias estructurales –para lo que, en todo caso, se deberían buscar enmiendas– y su conceptualización de “fallidos”, que abre la oportunidad para otra cosa: ¿privatizarlos, invadirlos y apropiárselos por parte de una potencia externa?
Ello nos lleva a otra pregunta: ¿por qué estos Estados funcionan deficientemente, tan a medias? (a medias si los comparamos con los funcionamientos de los Estados capitalistas centrales, donde la calidad de vida definitivamente es superior). La historia política de los países hoy considerados tercermundistas ha sido muy desafortunada desde sus inicios en la modernidad globalizada que fue imponiendo el capitalismo europeo estos últimos siglos. En las centurias pasadas, siendo aún colonias de unas pocas metrópolis y luego con la independencia formal y el nacimiento de los Estado-Nación según el modelo eurocéntrico, los Estados latinoamericanos, africanos o asiáticos han sido y siguen siendo manejados como “feudos” al servicio de los intereses de un pequeño grupo. Estados capitalinos de espalda al interior de los países, racistas en muchos casos, siempre mirando a los centros imperiales (Estados Unidos o Europa) como sus referentes, sin proyecto nacional propio de desarrollo autónomo más allá de la venta de sus productos de agro-exportación, sólo proveedores de materia prima para los mercados internacionales.
En el plano político presentan modelos de desarrollo estatal en cierta forma más cercanos a una colonia que a un Estado moderno e industrializado; en general tienen un desarrollo macrocefálico en las capitales, son muy corruptos, con grandes ineficientes en la prestación de sus servicios en tanto se nutren de un recurso humano poco capacitado –según los criterios del desarrollo global dominante–, y manteniéndose con cargas fiscales muy bajas. Solo para ejemplificar esto último, mientras en algunos países del Norte se tributa al Estado hasta un 60% del Producto Interno Bruto, en los “Estados fallidos” esa carga tributaria en general ronda el 10%. Con ese raquitismo estructural es obvio que un Estado no puede proveer buenos servicios a la totalidad de la población; pero es evidente que estos Estados, surgidos de modelos coloniales, nunca se han modernizado/robustecido y por tanto siguen siendo estructuralmente débiles. Pero ello no obstante, “sirven” a los intereses de las clases dirigentes en tanto Estados-finca: escuelas y hospitales no, pero fuerzas armadas como ejércitos de ocupación sí. Y en esa lógica, también sirven a los intereses estratégicos de la Casa Blanca (“Sin dudas Somoza es un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta”, pudo decir el presidente estadounidense Roosevelt).
Designar a un Estado como supuestamente “fallido” implicaría que “alguien” acuda a su salvación –obviamente una fuerza externa, bien preparada y dispuesta a “ayudar”–, tal y como ocurre en Afganistán, Haití, Irak y Somalia, entre otros. Esto nos llevaría a preguntar: si un Estado es “fallido” ¿cómo salvarlo? ¿Privatizándolo? ¿Por medio de la intervención militar de una fuerza extranjera que sea “capaz” de hacerse cargo de él?
*) Corolario Roosevelt. Emitido en 1904 por el presidente estadounidense Theodore Roosevelt, mediante el cual establecía que cualquier país de América bajo influencia de los Estados Unidos ponía en peligro los derechos o propiedades de ciudadanos o empresas estadounidenses, Washington se veía en la obligación de intervenir en los asuntos internos del país “desquiciado” para reordenarlo.
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