Iñigo Errejón Galván
La manifestación de la plataforma “Juventud sin futuro” celebrada el pasado jueves 7 de abril en Madrid, que reunió a más de seis mil personas, ha encontrado un gran eco mediático, y recibe, al momento de escribir esto, una creciente atención en las redes sociales.
En este artículo breve se defiende la hipótesis de que la resonancia que ha encontrado el discurso de la “juventud sin futuro” se debe a haberse sabido ubicar en el terreno ambivalente que caracteriza la disputa hegemónica. La iniciativa cuenta con amplias potencialidades. Pero además, con independencia de cual sea su recorrido y alcance concreto, un análisis de la misma puede permitir extraer algunas conclusiones relevantes para la política transformadora.
1. El contexto político: el sentido común de la resignación.
El paquete de contrarreformas emprendidas por el Gobierno del PSOE para hacer frente a la crisis económica apunta claramente a una salida regresiva de la crisis, que hace recaer el grueso de los costes de las medidas de ajuste sobre aquellos sectores sociales que menos disfrutaron de los años de bonanza económica. En este sentido, al ayudar primero a la privatización de las ganancias y ahora a la socialización de los costes, las instituciones públicas favorecen claramente a las minorías privilegiadas, en un trabajo de redistribución regresiva de la renta. Parece evidente que esto constituye una agudización de la redefinición del pacto social en favor de los poderes económicos que caracteriza el programa político del neoliberalismo.
Por otra parte la salida regresiva de la crisis apunta a una redefinición del contrato político. Los gobernantes elegidos por los ciudadanos han invocado, en el Estado español y en la Unión Europea, las necesidades de “los mercados” para justificar los recortes sociales emprendidos, unas políticas distintas o incluso opuestas de las que prometieron para ser elegidos. Además de una expresión de la limitación de la soberanía popular, constituye una modificación de la naturaleza de la representación democrática, por la que los poderes públicos realizan una gestión de la tensión entre economía de mercado y democracia claramente favorable a la primera y a sus élites. Si bien esta posición de los Estados no constituye una novedad, sí lo es, en cambio que se normalice, en el debate político, la invocación a “los mercados” para que los mandatarios eviten la rendición de cuentas y, virtualmente, suspendan la posibilidad de discutir sus políticas.
En el Estado español, las reformas han estado blindadas de la crítica por un consenso entre las dos principales fuerzas políticas, que excluyendo los motivos de los recortes, su naturaleza y a qué intereses satisfacían, se han enredado en numerosas batallas sobre quién y cuándo interpretaba el que, a grandes rasgos, era el mismo guión. Todo el ruido en torno al “cómo” ha contribuido a suspender el “qué” y “por qué” por encima de la discusión política, hurtándolo a la voluntad popular. Esta modalidad de negación del conflicto, núcleo constitutivo de la política, es una maniobra discursiva caracterizada por Zizek como postpolítica , y está estrechamente relacionada con el establecimiento de consensos liberales y elitistas a través de su naturalización como posiciones de sentido común por encima de la pugna ideológica. No se trata, en la mayoría de los casos, de una aceptación entusiasta, pero sí de la generalización del consentimiento pasivo, de la destrucción de los referentes y las identidades populares y su sustitución por el cinismo, el individualismo y el extrañamiento o la desconfianza hacia todo lo que suene a “política”. Estamos ante el corazón de la hegemonía neoliberal.
El acuerdo fundamental entre los principales partidos políticos, la aquiescencia forzada de los sindicatos tras la huelga general del 29 de septiembre y su integración voluntaria al Acuerdo Social y Económico, y la convergencia en su favor de periodistas, analistas y expertos académicos, contribuyeron a construir un consenso suficiente en torno a la gestión política y a la naturaleza misma de la crisis. Es cierto que no se trataba de un asentimiento entusiasta, pero nadie pretendió nunca defender que las contrarreformas fuesen beneficiosas: el consenso consistía en la generalización de una aprobación pasiva, que entendiese que las medidas eran dolorosas decisiones técnicas que no tenían alternativas razonables más que ceder a las presiones de “los mercados” y confiarle a los causantes de la crisis la salida de la misma. El consenso en torno a la salida regresiva de la crisis se ha nutrido de las incorporaciones, siquiera sea por inercia o desorientación, de todos los sectores sociales articulados políticamente en torno, o que toman como referencia, a los principales actores político-sindicales del país. El acuerdo PSOE-PP y el pacto firmado por la Patronal, el Gobierno y las centrales sindicales mayoritarias, produce un alineamiento del campo político que, al tiempo que restringe la discusión a la interpretación de los recortes, construye una gran mayoría de orden y fuerza a los sectores sociales más golpeados por la reforma a la resignación o el aislamiento. De alguna forma es heredero y continúa los pactos fundantes de la Transición.
El bloque dominante era capaz así, en un contexto de erosión de los derecho s adquiridos y a pesar de dejar un número creciente de demandas insatisfechas, de mantener el consenso sin aumentar apenas el nivel de coerción. Esta operación política, fundamental para explicar la estabilidad política en medio de las turbulencias económicas, se le ha escapado a la izquierda economicista para la que no cuadraban las cuentas: el empeoramiento de las condiciones de vida no se traducía, contra sus pronósticos, en una mayor agitación social.
2. La capacidad de interpelación de Juventud sin futuro .
La manifestación del jueves 7 de abril ha sugerido una posibilidad de erosión de este escenario. Las minorías más conscientes y activas de los colectivos de facultad de las universidades públicas madrileñas han sido capaces de organizar una manifestación que lejos de sucederse como una protesta más, estuvo caracterizada por la enorme atención mediática, una asistencia proporcionalmente muy superior a los recursos disponibles para la convocatoria, y el ambiente general de ilusión y euforia, de algo que comienza. La marcha estuvo atravesada por consignas, pintadas, levantadas en pancartas y carteles, y gritadas, que cuestionaban la naturaleza democrática del orden actual, denunciaban la condena de toda una generación a la precariedad y manifestaban el alejamiento creciente de la juventud de la representación política y la confianza en las élites económicas y políticas.
¿Qué propició, en un contexto de desmovilización y cultura política de la apatía, tal movilización? La causa quizás haya que buscarla en el discurso de la plataforma “Juventud sin futuro”. La manifestación no convocaba a sujetos políticos ya constituidos. L@s precari@s no existen hoy en el Estado español como identidad política. La convocatoria, por esa misma razón, iba orientada a constituir este sujeto: la descripción de las promesas insatisfechas para toda una generación tenía como objetivo seleccionar determinados elementos de lo social, inscribirlos en un discurso común y agruparlos tras un nombre: la Juventud Sin Futuro. En la medida en que interpelaba a sujetos no representados como tales por los partidos y los sindicatos –jóvenes a los que se habla como consumidores o votantes, pero no en tanto que precarios o que generación “echada a perder”- construía y movilizaba una identidad política no integrada en el pacto de la salida regresiva a la crisis. Por eso podía impugnar, desde fuera, el escenario político de los recortes sociales y la precariedad.
La movilización, de esta forma, podría funcionar como el punto de partida para una concatenación de insatisfacciones, de demandas sociales que no sólo no son solucionadas por las instituciones, sino que ni siquiera encuentran representación en un escenario político considerablemente cerrado. Esta maniobra podría ser capaz de contraponer, al consenso de los de arriba, la desafección de los de abajo. Tal polarización sólo puede beneficiar a quienes aspiran a transformar el orden político existente.
Que la movilización, además, haya encontrado un considerable eco mediático debe ser entendido como una prueba de su inteligencia. La reivindicación de una generación que, pese a su preparación, afronta por primera vez en muchas décadas que su futuro va a ser peor que el de sus padres, tiene un pie en el consenso hoy existente y el otro en el que se desea, en el del cambio. Por una parte la protesta se ubica en una idea que goza de mucha popularidad, y que forma parte del imaginario meritocrático que es formalmente la narrativa del éxito en el neoliberalismo: una juventud preparada, que merece progresar, ve sus posibilidades de futuro bloqueadas. Por otra parte, al denunciar este bloqueo y hacerlo desde una perspectiva generacional, facilita la identificación de muchos jóvenes con la protesta, con relativa independencia de su adscripción ideológica previa. Que la precariedad sea el eje central del discurso de la protesta significa que ésta es identificada como problema político, y por tanto resultado de una situación negativa, que tiene responsables y que puede ser transformada. De esta forma, la identidad política “Juventud sin Futuro” se realiza necesariamente por contraposición a las élites políticas y económicas responsabilizadas de la privación de futuro a la juventud.
La movilización obtiene tanto eco, así, por la relativa vaguedad o indefinición de los dos polos que contrapone: de un lado la “juventud”, un término que puede designar sujetos muy diferentes y que es en sí misma un valor del que ningún actor político querría privarse. Es, en consecuencia, un significante vacío extremadamente valioso: puede significar cosas diferentes, pero apropiarse de él constituye una victoria inequívoca. En ese camino esta la movilización que quiere asociar “juventud” a “precariedad” y, por tanto, a “movilización”. Del otro lado, en este discurso, está el “sistema”, los poderosos, las élites que viven bien y deparan a la siguiente generación un futuro de precariedad.
3. Los peligros de atreverse a vencer.
Se puede objetar que la propia indefinición de los dos polos, aunque facilita la resonancia mediática, posibilita la disolución o la debilidad ideológica del discurso de esta iniciativa. Esto es cierto, pero es el riesgo habitual de las movilizaciones que apelan a identidades políticas no constituidas, y sólo estas pueden alterar la correlación de fuerzas. La vaguedad, en este caso, es el signo de la lucha por la articulación de nuevas mayorías políticas. Ninguna movilización política tiene un contenido ideológico más coherente que las que son exclusivamente para militantes. El inconveniente de estas es que son una foto fija: de cada actor político con la fuerza de la que dispone en el momento. Esta situación estática, parece evidente, no es muy halagüeña para la izquierda rupturista, hoy extremadamente minoritaria en la mayor parte del Estado español.
La política hegemónica, que no da las posiciones por ancladas y pretende articular amplios bloques de un lado y aislar al adversario, se mueve siempre entre los abismos paralelos de la recuperación-integración o la marginalidad-sectarismo. De un lado, interpelaciones excesivamente amplias y difusas agregan mucho, pero crean solidaridades laxas y pueden ser fácilmente integradas por el sistema político cuando la demanda particular sea específica. De otro lado, narrativas ideológicas caracterizadas por un corpus doctrinal innegociable y en absoluta exterioridad y oposición al consenso dominante, por muy satisfactorias emocionalmente para los fieles que puedan resultar, tienen escasas posibilidades de cambiar la correlación de fuerzas, y muchas de acabar en la existencia testimonial y “guetización” ritual. En un caso, la posibilidad de ser mayoritario está amenazada por la de la pérdida de contenido transformador. En otra, la inmaculada radicalidad de partida está amenazada por la marginalidad y la esterilidad política. Ambos peligros equivalen a la inexistencia como alternativa política al orden existente.
La virtud política revolucionaria consiste, entonces, en moverse como equilibrista a través de la cuerda, buscando en cada situación un equilibrio siempre inestable. Nadie dijo que fuera fácil.
La movilización “Juventud sin Futuro”, con sus interpelaciones generacionales amplias, su disputa del significante “juventud” y su dimensión expresiva de unas frustraciones de expectativas sociales hasta ahora políticamente casi invisibles, tiene muchas posibilidades de crecer exponencialmente, en formas seguramente monstruosas, desordenadas e inesperadas. A ello contribuirá la atención de los medios de comunicación que son, por desgracia quizás para parte de la izquierda rupturista, el campo de batalla ideológica principal de nuestra sociedad, allí donde se juegan las interpretaciones de la realidad y las creencias de la mayoría de la población.
También puede suceder que la iniciativa “ Juventud Sin Futuro” se vacíe totalmente de contenido ideológico por una ampliación radical que, al llamar a todos los jóvenes, no movilice a ninguno en ningún sentido político; puede suceder que se desgaste por ausencia de objetivos concretos materializables que proponerle a los manifestantes, o simplemente se estrelle contra el muro de un sistema político estable, la falta de sujetos relevantes con los que tejer alianzas, y la actividad desmovilizadora de los aparatos ideológicos y represivos del Estado. Estas son las opciones más plausibles, lo cual sólo demuestra la dificultad de hacer política rupturista en Estados fuertes.
La manifestación del 7 de abril de 2011 podría ser el inicio de un ciclo de movilizaciones que, en su defensa de un futuro digno para la juventud y las mayorías sociales, se opongan a la gestión de la crisis en ofensiva contra los derechos sociales y lo público. E ste ciclo no tiene nada de necesario, no se producirá si se construye; los contenidos ideológicos están lejos de estar escritos o derivarse naturalmente de ninguna pertenencia social; su resultado, por último, resulta impredecible.
En todo caso, y más allá de cual sea en adelante su recorrido, la iniciativa “Juventud Sin Futuro” ha demostrado una importante capacidad de irrupción en la agenda pública –mayor aún si se pone en relación con los medios a disposición de los activistas que la impulsan- de resonancia en los medios de comunicación y de interpelación a sectores sociales diversos y hasta ahora escasamente movilizados. Ha tenido por tanto la virtud de señalar posibles elementos para una política con pretensiones radicales y mayoritarias. Algo han hecho bien, y ese algo debe ser discutido, contado, incorporado a las culturas militantes. Enfrentan sin duda muchas amenazas, pero es que la política es un deporte de riesgo.
Iñigo Errejón Galván. Investigador en Ciencia Política en la Universidad Complutense de Madrid, miembro del Consejo Directivo de la Fundación CEPS y del Consejo Asesor de Viento Sur (ierrejon@cps.ucm.es).
Nota:
Agradezco las lecturas y comentarios a José Antonio Errejón, Miguel Romero, Ramón Espinar, Rita Maestre, Manuel Canelas, Alejandro Martínez y Andrés Merino, pero les libero de cualquier responsabilidad sobre el artículo.
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