El mundo se tambalea demasiado sin que haya una explicación razonable. Conviene hacer un alto, de vez en cuando, y repasar los acontecimientos con sosiego.
Todo empezó por unos bonos de recompensa con demasiado riesgo. Los ejecutivos de las compañías bancarias norteamericanas diseñaron productos cada vez más sofisticados para generar demanda de crédito y mantener los ritmos de la especulación inmobiliaria y del consumo. Para entonces, el capitalismo había descubierto que su expansión tenía que estar basada en un incremento imparable del consumo y estos excesos necesitaban una financiación fácil para que nadie se quedara en casa sin gastar. Era y es más fácil facilitar crédito que aumentar los salarios. La gente dependiente de deudas es, además, más sumisa: la angustia paraliza el ejercicio de la libertad.Quien tenga edad para ello y sentido común para ejercerlo, podrá recordar que hace veinticinco años podíamos vivir con muchas menos cosas. Hoy día el capitalismo es un escaparate delante del cual se puede proclamar: “¡qué cantidad de cosas existen que podemos vivir sin ellas y sin embargo nos endeudamos para conseguirlas!”.
Cada record en venta de crédito en los años previos a esta crisis significaba un bono extra en manos de quienes empaquetaban aquellos productos financieros y los pasaban de mano en mano en el mercado financiero sin que nadie se parase a averiguar que contenían los embalajes: todo funcionó bien hasta que alguien rompió la norma –en el fondo no es diferente del viejo juego de la pirámide- y comprobó que aquellos envoltorios sólo tenían basura por la que nadie iba a pagar un centavo.
Para evitar un desplome de la banca, que se contagió a Europa en un mercado global, los estados invirtieron cientos de miles de dólares en socorrer a las entidades financieras, aumentando la deuda interior de cada país, que ya era elevada, porque el consumo público siguió las normas del consumo privado.
El sentido común hubiera dictado que el endeudamiento público habría tenido como fin conseguir equilibrar las enormes distancias entre los poderosos y la gente común. Sólo en parte. Los partidos socialdemócratas han estado noqueados por el intenso shock de la caída del Muro de Berlín. Los centros de pensamiento neoconservador, activos y generosos como nunca en las últimas dos décadas, han succionado la capacidad crítica de la izquierda democrática que ha abrazado los credos de la economía liberal. Hay ejemplos claros. El de la famosa frase “bajar impuestos es de izquierdas” significa el reconocimiento de haber caído en la trama de una competición de la izquierda por los dogmas económicos de la derecha.
El despido siempre fue barato en España y la contratación ha sido un auténtico chollo con un porcentaje insoportable de contratos basura y de temporalidad. Si con esos parámetros no se puede crear empleo, ¿qué hace falta? ¿qué clase de reforma laboral necesitan?
Las estadísticas resultan farragosas de manejar si uno no es experto: pero, ¿cuál ha sido la rentabilidad media de las empresas en los últimos quince años y cual la evolución del salario mínimo interprofesional? Si se supone que la revolución industrial y el nacimiento del sindicalismo moderno inició una progresión hasta lo que se ha denominado “estado del bienestar”, ¿por qué hemos transigido en la instalación de la abismales diferencias salariales con unos abanicos obscenos sin que nadie o casi nadie cuestione la obscenidad ética de esas diferencias?
En la época de crecimiento, el reparto no se realizó porque podía poner en peligro el modelo y dejar de crear empleo. Y ahora hay que ajustarse el cinturón porque estamos en épocas malas. ¿Para cuando la justicia social y redistributiva?
Ahora Alemania, la locomotora de Europa, anuncia un plan radical de ajuste, el mayor desde la segunda guerra mundial. Reducción del número de funcionarios y rebaja salarial de este colectivo, recortes en prestaciones sociales y reducción drástica del gasto militar. Inglaterra ha anunciado otro plan de austeridad del gasto público promoviendo una respuesta inmediata de los sindicatos.
Por si alguien tenía dudas de que la crisis es sistémica, los hechos tozudos lo están demostrando. Sin embargo nadie plantea alternativas a un sistema a todas luces obsoleto. Ni una noticia de que las compañías vayan a reducir los sueldos de sus ejecutivos. La selección nacional, con dinero público, distribuirá seiscientos mil euros a cada jugador, incluso si no juega, si gana o ganamos el mundial. Lanzo una idea a los jugadores: están a tiempo de dar una lección de dignidad si se rebajan a sí mismos el premio en un diez o un quince por ciento. Iker Casillas, que siempre ha demostrado sensibilidad y sentido común, ha dicho que tiene conciencia de que son unos privilegiados. Pues los privilegiados de este mundo, que no son tan pocos, deberían empezar a pensar en renunciar a una parte de los privilegios. Y no sólo por solidaridad, sino para preservar su prestigio y su supervivencia como clase, porque en los tiempos que se avecinan las revueltas van a ser inevitables y no se puede pretender que los desheredados se conformen eternamente con ser ciudadanos de tercera clase. Aplaudamos a los jugadores por algo más que por sus goles.
El socialismo real fracasó, porque ni siquiera fue capaz de producir para repartir y sacrificaron los anhelos personales, que estaba absolutamente injustificado porque sin libertad no puede haber socialismo. El capitalismo, la economía de mercado tal y como la conocemos hoy, ha fracasado. El retroceso en el estado del bienestar, ajustar aplicando sacrificios a quienes siempre han sido los sacrificados tiene que convocar necesariamente a una nueva rebelión de los que menos tienen porque en la era de las comunicaciones, el conocimiento exacto de la dependencia se hace insoportable.
http://www.elplural.com/opinion/detail.php?id=47386
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