Existe una diferencia fundamental entre las tradicionales preguntas académicas sobre el pasado -“¿Qué ocurrió en la historia, cuándo y por qué?”- y la cuestión que en los últimos cuarenta años ha animado un cuerpo creciente de investigación histórica, concretamente, “¿Cómo lo siente o sentía la gente?” Las primeras sociedades para la investigación de la historia oral fueron fundadas a finales de los sesenta. Desde entonces el número de instituciones y obras dedicadas al “legado” y a la memoria histórica -especialmente sobre las guerras del siglo XX- han crecido de manera espectacular. Los estudios sobre la memoria histórica no son, esencialmente, estudios sobre el pasado, sino sobre la retrospectiva hacia el mismo desde algún tipo de presente posterior. The Morbid Age: Britain between the Wars, de Richard Overy, muestra otro acercamiento, más indirecto, a la textura emocional del pasado: la compleja arqueología de las reacciones populares contemporáneas sobre lo que estuvo sucediendo en y alrededor de sus vidas, lo que uno llamaría la música ambiental de la historia.
Aunque este tipo de investigación resulta fascinante, especialmente cuando se realiza con la curiosidad y sorprendente erudición de Overy, presenta al historiador problemas considerables. ¿Qué significa describir una emoción como característica de un país o de una época? ¿Cuál es el significado de una emoción generalizada, incluso de una directamente relacionada con hechos históricos dramáticos? ¿Cómo y hasta qué punto podemos medir su predominio? Las encuestas, el mecanismo actual para estas mediciones, no estuvieron disponibles antes de 1938 aproximadamente. En aquellos casos, tales emociones -el rechazo ampliamente extendido hacia los judíos en Occidente, por ejemplo- no eran obviamente sentidas ni generaban las mismas reacciones en, pongamos por caso, Adolf Hitler y Virginia Woolf. Las emociones en la historia no son ni cronológicamente estables ni socialmente homogéneas, incluso en los momentos en que son universalmente sentidas, como en el Londres bajo los ataques aéreos alemanes, y sus interpretaciones intelectuales todavía menos. ¿Cómo pueden compararse o contrastarse? En pocas palabras, ¿qué pueden hacer los historiadores en este nuevo campo?
El sentimiento en concreto que Overy estudia es el de crisis y miedo, “el presentimiento de un desastre inminente”, la posibilidad del fin de la civilización que, desde su punto de vista, caracterizó al Reino Unido de entreguerras. No hay nada específicamente británico o propio del siglo XX en ese sentimiento. Es más, en el último milenio sería difícil señalar una época, al menos en el mundo cristiano, donde este sentimiento no haya encontrado una expresión significativa, a menudo en el idioma apocalíptico construido para ese mismo objetivo y explorado en las obras de Norman Cohn. (Aldous Huxley, citado por Overy, ve la “mano de Belial guiando” la historia moderna.). Hay buenas razones en la historia europea por las cuales que “nosotros” -se cual sea su definición- nos sintamos bajo la amenaza de enemigos extranjeros o nuestros demonios interiores no sea algo excepcional.
La obra pionera de este género, la historia del miedo en Europa occidental del siglo XIV al XVIII de Jean Delumeau, Le Peur en Occident (1978), describe y analiza una civilización “enferma hasta la médula” con un “paisaje de miedo” poblado de “fantasías mórbidas”, peligros y miedos escatológicos. El problema de Overy es que, a diferencia de Delumeau, no ve estos miedos como reacciones a experiencias y peligros reales, al menos en el Reino Unido, donde, por consenso general, ni la política ni la sociedad se habían desplomado, y la civilización no se encontraba en crisis durante el período de entreguerras. ¿Por qué, entonces, es un “período famoso por su población de Casandras y Jeremías que ayudaron a construir la imagen popular de los años de entreguerras como una época de ansiedad, dudas o miedo”?
Con saber, lucidez e ingenio, de manera notable en su brillante selección de citas, The Morbid Age desentraña las diferentes tendencias de expectativas catastróficas -la muerte del capitalismo, los miedos a un declive demográfico y corrupción, “el psicoanálisis y la consternación social”, el miedo a una guerra- principalmente a través de escritos públicos y privados de a quienes Delumeau, que hizo lo mismo en su respectivo período de estudio, llamó “los que tenían la palabra y el poder”: en su día los clérigos intelectuales, en los de Overy una selección de intelectuales burgueses y miembros representativos de la clase política. Los intentos por escapar de los desastres anticipados por el pacifismo y lo que el autor denomina “política utópica” son vistos sobre todo como un cuadro sintomático de una epidemia de pesimismo.
Concédasenos por un momento que Overy está en lo cierto en cuanto al pesimismo de quienes “tenían la palabra y el poder”, a pesar de algunas obvias excepciones, como los investigadores que conocían, con Ernest Rutherford, que estaban viviendo en los días gloriosos de las ciencias naturales; los ingenierons que no veían límites en el futuro progreso de las viejas y nuevas tecnologías; los oficiales y empresarios de un imperio que había alcanzado su máxima extensión en el período de entreguerras y que se veía aún bajo control (excepto por el estado libre irlandés); los escritores y lectores del género de entreguerras por antonomasia, la novela de detectives, que celebraban un mundo de certezas morales y sociales, de estabilidad restaurada después de una interrupción temporal. La pregunta, obviamente, es ¿hasta qué punto las opiniones de la minoría articulada presentada por Overy representaron o influenciaron a los aproximadamente 30 millones de votantes que constituían los súbditos del rey en 1931?
En la Europa tardomedieval y de la primera modernidad de Delumeau, la pregunta podía responderse con alguna confianza. En el Occidente cristiano de este período había vínculos orgánicos entre el pensamiento de los sacerdotes y predicadores y lo que los creyentes practicaban, aunque podamos verlos como incongruentes. El clero católico romano tenía tanto autoridad intelectual como práctica. ¿Pero qué influencia o efectos prácticos tuvieron en el período de entreguerras las palabras -por citar solamente a algunos de los escritores que tienen más de dos líneas en el índice de Overy- de la Sociedad Eugénica de Charles Blacker, de Vera Brittain Vera Brittain, Cyril Burt, G.D.H Cole, Leonard Darwin, G. Lowes Dickinson, E.M. Forster, Edward Glover, J.A. Hobson, Aldous y Julian Huxley, Storm Jameson, Ernest Jones, Sir Arthur Keith, Maynard Keynes, el arzobispo Cosmo Lang, Basil Liddell Hart, Bronislaw Malinowski, Gilbert Murray, Philip Noel-Baker, George Orwell, Lord Arthur Ponsonby, Bertrand Russell, George Bernard Shaw, Arnold Toynbee, los Webbs, H.G. Wells o Leonard y Virginia Woolf?
A menos que estuviesen respaldados por una editorial o periódico de importancia, como lo estuvieron Victor Gollancz o el New Stateman en el caso de Kingsley Amis, o por una organización de masas como la Liga de las Naciones Unidas Lord Robert Cecil o la Peace Pledge Union del pacifista Canon Sheppard, todos ellos tenían la palabra, pero poco más. Como cuando en el siglo XIX habían tenido una buena oportunidad de hablar sobre ello e influir en la política y la administración desde el enclaustramiento de una élite establecida, perteneciendo a ella por origen o siendo reconocidos por ella, especialmente si pertenecían a las redes de la “aristocracia intelectual” de Noel Annan, como muchos de estos pregoneros del juicio final. ¿Pero hasta qué punto sus ideas modelaron a la “opinión pública” que estaba más allá del alcance de los escritores y lectores de las cartas al editor del Times y del New Statesman?
Hay muy pocas pruebas en la cultura y el modo de vida de las clases trabajadores y de las clases medias-bajas del período de entreguerras -que este libro no investiga- de que la tuvieran. Gracie Fields, George Formby y Bud Flanagan no vivieron esperando que la sociedad se viniera abajo, ni tampoco el teatro del West End. Lejos de mostrar morbosidad, la clase obrera de la juventud Richard Hoggart (y también de la mía) consistía sobre todo de gente que “sentía que no podía hacer gran cosa con las características fundamentales de su situación, pero no lo sentía necesariamente con desesperación o rechazo o resentimiento, sino simplemente como un hecho en sus vidas.” Es cierto, como muestra Overy, que el drástico crecimiento de los medios de comunicación de masas permitió que las “ideas principales” de estos pensadores mórbidos fuesen ampliamente propagadas. Sin embargo, la melancolía intelectual que se desplegaba no era el objeto de las omnipresentes películas o siquiera de los periódicos de circulación masiva, que llegaban a tener una circulación de dos millones de ejemplares o más a principios de los treinta, aunque la BBC radio, prácticamente universalmente disponible a mediados de los 30, concedió al portavoz de la catástrofe una pequeña fracción -uno hubiera deseado que Overy hiciese una estimación- de su cómputo total de horas, que era enorme. No es baladí que el Listener, que reimprimía los debates y charlas radiofónicas, tuviera una circulación de 52.000 ejemplares en 1935, contra los 2'4 millones del Radio Times.
El libro, que experimentó una revolución en la década de los treinta con Penguin y Gollancz, fue prácticamente, sin ninguna duda, la más efectiva forma de difusión intelectual: no sólo para la clase trabajadora para la cual la palabra “libro” aún significaba “revista”, sino también para la vieja clase educada y el rápido y creciente cuerpo de autodidactas políticamente conscientes y con aspiraciones políticas. Incluso entre éstos, como las notas a pie de página de Overy muestran, las circulaciones de más de 50.000 -el orden de la magnitud del Left Book Club lo sitúa por encima del nivel actual para un bestseller- eran poco frecuentes, excepto en los tensos meses de preguerra de 1938-39. Las admirables investigaciones de Overy sobre los registros de los editores muestran que la novela sobre la Depresión de Walter Greenwood, Love on the Dole [Amor en el paro] (“pocos productos culturales de la Depresión llegaron a tanto público”) vendió 46.290 copias entre 1933 y 1940. El potencial de lectura de libros en 1931 (sumando los censos de las categorías de “trabajadores profesionales y semi-profesionales” y “trabajadores de cuello blanco y similares”) fue de cerca de dos millones y medio, de los prácticamente 30 millones de electores británicos.
Es generalmente admitido que “las tesis de algún pensador difunto (o vivo)” (por adaptar la frase de Keynes) no se difunden por estos medios convencionales, sino por una suerte de ósmosis por la que unos pocos conceptos radicales, reducidos y simplificados, como ”la supervivencia de los más aptos”, “capitalismo”, “complejo de inferioridad”, “el inconsciente”, entran de algún modo en el discurso público o privado como monedas de cambio. Incluso con un criterio tan relajado, muchas de las predicciones fatídicas de Overy apenas fueron más allá del círculo de intelectuales, activistas y de quienes tomaban las decisiones políticas, especialmente en el caso de los demógrafos y su miedo a un desplome de la población (que se demostró falso) y lo que ahora se contempla como planes siniestros de los eugenistas para eliminar a quienes entonces se definía como genéticamente inferiores. Marie Stopes se hizo famosa en Gran Bretaña no como defensora de la esterilización de los subnormales, sino como pionera del control de natalidad, algo que en aquella época llegó a ser reconocido entre las masas británicas como una incorporación útil a la práctica tradicional del coitus interruptus.
Sólo donde la opinión pública espontáneamente compartía los miedos y reacciones de los intelectuales de la élite podían sus escritos servir como expresiones del sentir general británico. Casi con toda seguridad coincidían en el problema del envejecimiento, en el miedo a la guerra; probablemente también en algunas formas que tomó la crisis de la economía (británica). Con respecto a estas cuestiones los británicos no experimentaron, como sugiere Overy, los aprietos del período de entreguerras como de trasmano. Como los franceses, vivieron con los sombríos recuerdos de los asesinatos masivos de la Gran Guerra y (acaso incluso de manera más efectiva), las pruebas vivientes andaban por las calles, sus supervivientes mutilados y desfigurados. Los británicos fueron realistas en sus miedos a otra guerra. Especialmente a partir de 1933, la sombra de una guerra se extendía sobre sus vidas, en la de las mujeres (sobre cuya participación en la Gran Bretaña del período de entreguerras este libro guarda silencio) acaso incluso más que en la de los hombres.
En la admirable segunda parte de su libro, Overy, que se ganó su merecida reputación como historiador de la Segunda Guerra Mundial, describe brillantemente el sentimiento de una catástrofe inminente inevitable en los treinta, que iba a dominar la llamada al pacifismo. Pero lo hizo precisamente porque no se trataba de un sentimiento de desesperanza, comparable al expresado y que recorrió toda la población con el del informe secreto del gobierno sobre una guerra nuclear en 1955 citado por Peter Hennessy (“si este país podría resistir un ataque general y aún estar en un situación de responder a las hostilidades es algo que debería cuestionarse seriamente.”) Esperar morir en la próxima guerra, como mis contemporáneos esperaban no sin razón en 1939 -Overy cita mis propias memorias en este punto- no nos detuvo a la hora de pensar que aquella guerra había de lucharse, había de ganarse y que podía llevar a una sociedad mejor.
Las reacciones británicas a la crisis del período de entreguerras que sufrió la economía británica fueron más complejas, pero el argumento aquí de que el capitalismo británico tenía menos razones para causar alarma es, con toda seguridad, erróneo. En la década de los veinte los británicos parecían tener razones más obvias para preocuparse por el futuro de su economía que el resto de europeos. Prácticamente ella sola en el mundo, la producción manufacturera en el Reino Unido, incluso en su momento álgido en la década de los veinte, cuando la producción mundial estaba por encima de un 50% de lo que había sido antes de la guerra, permaneció por debajo del nivel de 1913, y su tasa de desempleo, mucho más alta que la de Alemania y los Estados Unidos, nunca descendió del 10%. Poco sorprendentemente, la Gran Depresión golpeó a otros países más fuerte que a la ya renqueante Gran Bretaña, pero vale la pena recordar que el impacto de 1929 fue tan dramático como para hacer que el Reino Unido abandonase los dos pilares teológicos de su identidad económica del siglo XIX, el libre comercio y el patrón oro, en 1931. La mayoría de las citas de Overy sobre una catástrofe económica proceden de antes de 1934.
Ciertamente, la crisis produjo un acuerdo entre las clases articuladas como el sistema no pudo llevar a cabo antes, ya fuese por los defectos básicos del capitalismo o por el “fin del laissez-faire” anunciado por Keynes en 1926, pero las discusiones para la futura forma de la economía, ya fuese socialista o gobernada por un capitalismo reformado, más intervencionista y “planeado”, estuvieron estrictamente confinadas a minorías: las primeras al hasta medio millón que se movía en y alrededor del movimiento obrero, la segunda probablemente a unos cuantos cientos de lo que Gramsci hubiera llamado “intelectuales orgánicos” de la clase dominante británica. Sin embargo, nuestra memoria sugiere que Overy está en lo correcto al pensar que la reacción más extendida a los problemas de la economía entre los súbditos del rey que no escribían, fuera de las nuevas zonas deprimidas de las viejas regiones industriales, no era tanto el sentimiento de que “el capitalismo no había funcionado, sino de que no debería haberlo hecho del modo en que lo hizo.” Y en la medida en que el “socialismo” fue más allá de los activistas y hasta el 29% de los votantes británicos que votó por el Partido Laborista en el pináculo de su éxito durante el período de entreguerras, se debió más al resultado de un rechazo moral del capitalismo que a una imagen concreta de la sociedad futura.
Pero tampoco la creencia en el socialismo o en un capitalismo planificado implica morbosidad, desesperación o un sentimiento apocalíptico. Ambos, de modos diferentes, asumieron que la crisis podía y debía ser superada, animados por lo que parecía ser una extraordinaria inmunidad a la Gran Depresión de los planes quinquenales soviéticos, los cuales, en la década de los 30, observa apropiadamente Overy, convirtieron las palabras “plan” y “planificación” en el “ábrete Sésamo” incluso de los pensadores no socialistas. No hay ninguna duda de que el grueso de los socialistas fue más utópico en sus creencias que los reformistas pragmáticos, y más vagos en sus prescripciones, que no iban más lejos de la nacionalización de todas las industrias. Pero ambos miraron más lejos para un futuro mejor o al menos más viable. Sólo la recalcitrante retaguardia de tristes individualistas liberales anteriores a 1914 no veía ninguna esperanza. Para el gran gurú de la London School of Economics, Friedrich von Hayek, quien no aparece en este libro, tanto las recetas socialistas y keynesianas para el futuro eran los adoquines de un predecible “camino a la servidumbre”.
Esto no debería de sorprendernos. Muchos europeos tuvieron la experiencia del Armageddón en la Gran Guerra. El miedo a otra y con toda probabilidad más terrible guerra fue aún más real ya que la Gran Guerra había dado a Europa una serie de símbolos inductores de miedo que no tenían precedentes: los bombardeos aéreos, el tanque, la máscara antigás. Allí donde el pasado o el presente no proporcionaban ninguna comparación adecuada, muchas personas se vieron inclinadas a olvidar o subestimar los riesgos del futuro, no importa lo insistente que fuera la retórica que los rodeaba. Que muchos judíos que permanecieron en Alemania tras 1933 tomasen la precaución de enviar a sus hijos al extranjero muestra que no eran ciegos a los riesgos de vivir bajo el régimen de Hitler, pero lo que de hecho les esperaba era literalmente inconcebible a principios del siglo XX incluso para un pesimista del gueto. Por supuesto que hubo profetas en Pompeya que advirtieron de los peligros de vivir bajo volcanes, pero es dudoso si incluso los pesimistas que había entre ellos esperaban de hecho la devastación total y definitiva de la ciudad.
No hay una única etiqueta para saber cómo los colectivos sociales o incluso los individuos conciben o siente el futuro. En cualquier caso, “apocalipsis”, “caos” o “fin de la civilización”, estando más allá de la experiencia cotidiana en la mayoría de la Europa de entreguerras, no era lo que la mayoría de gente esperaba, incluso cuando vivieron con la incertidumbre por el futuro, en las ruinas de un viejo orden social ya irrecuperable, como muchos lo hicieron después de 1917. Estas cosas son más fácilmente reconocibles retrospectivamente, pues durante los episodios genuinamente apocalípticos de la historia –como, pongamos por caso, Europa central en 1945-46– la mayoría de hombres y mujeres civiles están demasiado ocupados tratando de sostenerse como para clasificar sus aprietos. Esa es la razón, en contra de los ases del poder aéreo, por la que las poblaciones civiles de las grandes ciudades no se amedrentaron bajo las bombas y las tormentas de fuego de la Segunda Guerra Mundial. Fuesen cuales fuesen sus motivaciones, se “sostuvieron” a ellos mismos, y sus ciudades, en ruinas y en llamas, continuaron funcionando porque la vida no se detiene hasta la muerte. Permítasenos no juzgar los indicios del desastre durante el período de entreguerras, incluso cuando terminaron por demostrarse correctos, por los estándares inimaginables de la destrucción y desolación que le siguieron.
Sin Permiso - 06.09.09
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