À procura de textos e pretextos, e dos seus contextos.

10/05/2009

Un día sin turistas: Tijuana ante la peste

Mike Davis

"Puesto que estos días todos se están desentendiendo de México, podrías ayudarme a hacer algo de verdad."

Mi amigo Marcos Ramirez (alias "Erre") no está bromeando. Está construyendo una nueva casa en Colonia Libertad, el barrio más antiguo y surrealistamente pintoresco de Tijuana, y necesita disponer de materiales de derribo. Presto como una bala, me subo a su furgoneta, en cuyos asientos traseros está ya despatarrado su hermano pequeño, Omar, un artista-poeta con unos ojazos como los del Che Guevara.

Por una vez, el tráfico de anochecida en Tijuana está descongestionado, y Erre le da al acelerador de su Chevy Silverado por la periferia de Zona Río, deja atrás la gigantesca estatua del Padre Kino y la esfera utópica del Centro Cultural, hasta que llegamos a la Avenida Internacional, la larga vía que discurre paralela a la alambicada futilidad de acero que es el muro fronterizo.

A medida que la ruta va remontando el cerro, asoma la chirriante vista de un paisaje desfigurado por los bulldozers de la Guardia Nacional y el constante peinado del terreno por parte de los jeeps de la Patrulla Fronteriza. Hoy, empero, hasta la brutalidad de la Operación Guardafronteras queda mitigada por el azul del cielo y el cosquilleo de una brisa marina. Erre se contagia del ambiente, y pone un CD de Beach Boys.

Me asalta de repente una imagen de lo que debió ser cuando tenía 15 años: me lo figuro como un adolescente al margen de la ley derrapando suicidamente a bordo de una tabla de patín por las irregulares pendientes de Colonia Libertad. Practicó por un tiempo la abogacía, pero no tardó en descorromperse, para trabajar durante 17 años como maestro carpintero y albañil en los EEUU.

En 1997, confundió a la Patrulla Fronteriza levantando un ciclópeo Caballo de Troja –dos cabezas mirando en sentido opuesto— en la frontera de San Ysidro, a horcajadas de la línea internacional. Tijuana se enamoró de él.

Desde entonces, ha creado provocaciones parecidas desde Reading, Pensilvania, hasta Yunan, China, logrando la celebridad artística que suele garantizarte un estudio en el Soho de Nueva York o en el Coyoacán del Distrito Federal mexicano. Pero, terco como él solo, prefiere seguir siendo, como él mismo dice, un "libertario".

El Silverado emboca a trancas y barracas una sucia calle sita en algún punto de la espalda proletaria de las Lomas de Chapultepec. Erre echa el freno junto a una barda, suelta un bocinazo, y unos diablillos en harapos cargan al punto el material de derribo. A uno de ellos le larga 100 pesos, unos 7 dólares. –El salario mínimo en las infernales maquiladoras no pasa de los 55 pesos diarios.—

El viejo vertedero municipal está cerrado, el nuevo, demasiado lejos; como la mayoría de tijuanenses, Erre está abonado a los servicios de la economía informal. Además, en medio de una recesión sin precedentes de los países del NAFTA (Tratado de Libre Comercio de la América del Norte, por sus siglas en inglés), de una narco-guerra cargada de horrores y, ahora, de una archipregonada pandemia, cualquier acción que permita la circulación de unos pocos pesos entre "el pueblo" parece cosa de consciencia.

Nos las arreglamos para salir de la sucia vía y regresamos a una bien pavimentada avenida rebosante de restaurantes, salones de belleza y vendedores de alarmas para automóviles. Las escuelas y los edificios públicos están cerrados, las misas matutinas han sido suspendidas y cancelados la mayoría de eventos deportivos, pero los comercios y los mercados callejeros se mantienen abiertos, desesperados por hacerse con unos pesos. Los clientes escasean, empero. La mitad de la población parece haber desaparecido. Pocos, aparte de los empleados municipales y los trabajadores de la limpieza en oficinas, llevan máscaras de cirujano, pero nadie parece envidiar a quienes las usan.

"Parece como "La invasión de los ladrones de cuerpos", digo.

"Tendrías que haber visto la Ciudad de México", repone Erre. "Estaba allí por la Feria de Arte de Zona Maco cuando comenzó todo el lío de la gripe. Al comienzo, era como un gran chiste. Todos se decoraban sus máscaras con mostachos a lo Salvador Dalí, o con grandes dientes a lo Bugs Bunny. En la mía, escribí: '¡Ay cabrón, qué gripón traigo!'.

"Entonces, de repente, va y se muere el famoso arqueólogo Felipe Solís. Era el director del Museo Nacional de Antropología, y la semana anterior le había hecho de cicerone a Obama por entre los tesoros aztecas. Corrían rumores de que tenía la gripe porcina. [Lo que luego fue negado por las autoridades médicas.] La gente se quedó helada. No sabían a qué atenerse. Como en la novela de Camus [La peste]. Los mejores amigos tenían miedo hasta de darse un abrazo o un beso en la mejilla.

"Lo que a mí me asustaba era simplemente la idea de enfermar y quedarme desvalido tan lejos de mi familia. Porque, aquí, juntos, los Ramírez somos invencibles. Yo quiero que mis huesos se entierren en Tijuana."

Viramos en dirección a levante, cruzando la legendaria Avenida Revolución y dejando atrás grandes bares y negocios de curiosidades, antigüedades y discos, reminiscencias de la Tijuana vulgar inventada por gringos beodos y jugadores en las primeras décadas del siglo XX.

No hay turistas. Nada. Aunque los únicos casos localmente confirmados de gripe porcina se hallan del otro lado de la frontera, en San Diego, Tijuana, como siempre, se lleva el estigma: es el creciente miedo a todas las cosas de México, aun si, como la demanda de droga o la industrialización del sector pecuario del que probablemente ha salido esta gripe, traen su origen en los EEUU.

"¿Te sientes solo, gringo?", bromea Erre.

Para consolarme, me hace notar que tampoco hay policías en la calle.

Tres días antes, hombres armados de un cártel de la droga lanzaron ataques simultáneos contra la policía por toda la ciudad, matando siete en media hora, a uno de ellos, en una pequeña comisaría justo enfrente del bloque en que vive la familia Ramírez. Sirviéndose de decodificadores para penetrar en la radiofrecuencia de la policía, estos sicarios ponen a diario en ridículo a los polis emitiendo a todo volumen narcocorridos y jactándose de futuros asesinatos.

"Hoy, todos los policías que no están en el funeral, están escondidos. Los narcos han amenazado con elevar la cifra de muertos a 30 para la próxima semana."

"¿Por qué se ensañan tanto con los polis?", pregunto.

"Creo que la policía ha confiscado un gran cargamento de droga", dice el hermano pequeño, Omar.

Nos detenemos en un semáforo. Un puñado de desesperados jovencitos, tan pertrechados con escobillas de limpieza como desprovistos de baldes de agua, se agolpan sobre el parabrisas de Erre. Dos soldados plantados en la esquina del Paseo de los Héroes observan con indiferencia el barullo. Enmascarados tras negros pañuelos, acunan en sus brazos unos relucientes rifles de asalto FX-05 fabricados en México.

Resulta perturbador que la presencia de tropas en la calle infunda tanta seguridad. El Ejército mexicano tiene unos terribles registros en materia de derechos humanos, y algunos izquierdistas creen que la situación de emergencia pandémica no ha sido sino un pretexto para una ulterior militarización de la vida cotidiana (como impedir las manifestaciones del Primero de Mayo de este año).

Erre se encoge de hombros. Es difícil, explica, imaginar cómo podría llegar a restablecerse el control de la seguridad pública en ciudades fronterizas como Tijuana o Ciudad Juárez devolviéndoselo a unos polis corruptos, y ahora aterrorizados. Las elites, lo que hacen es contratar a mercenarios tipo Blackwater para mantener su seguridad.

Sin comerlo ni beberlo, adelantamos a una pequeña caravana de todoterrenos y lo que parece una limusina blindada a prueba de bala. Grabado en el costado, el anagrama de la empresa: "Panamerican Security of Colombia". (La auténtica Blackwater –ahora vergonzantemente rebautizada como "Xe"— ha abierto hace poco unas instalaciones de entrenamiento al lado del aeropuerto de Tijuana, en la Mesa de Otay.)

Erre bosteza. Blindados por los calles de Tijuana, mal asunto.

Cuando llegamos a Colonia Libertad son las 4 de la tarde y las calles vuelven a animarse un poco. Estacionamos en la puerta de la vieja casa de la familia, frente a unos camiones con contenedores químicos abandonados en un ramal de la compañía de los Ferrocarriles del Este de San Diego y Arizona. El perro guardián de la familia, un maduro chihuahua que responde al nombre de Momo, ladra como es debido desde el tejado.

Erre tiene que acompañar a su papá a una visita médica. El señor Ramírez es oriundo de una villa de vaqueros en el estado de Jalisco, orgullosa de proclamarse la cuna de los mariachis. Tras deambular con un proyector cinematográfico por las aldeas de la Alta, llegó a Tijuana y la Baja California a comienzos de los 50. Trabajó como extra en Hollywood, en una cadena de montaje aeronáutica en San Diego, como taxista en Tijuana, y ahora, casi octogenario, supervisa el taller familiar de hierro forjado.

El hogar patriarcal, como la misma Tijuana, ha sido construido con las propias manos en distintas etapas que reflejan fielmente la historia económica de la familia. Los años de auge que fueron los 90, cuando Erre era un carpintero bien pagado en California, están representados por una imponente ala a imitación del estilo victoriano, con vigas saledizas, intercolumnios y gabletes.

Yo bromeo con su alucinante casita de mazapán de ensueño.

Sonríe. Luego me regaña: "Esto es el sueño de Tijuana, el sueño de mis padres. Nunca dejamos de construir. Siempre estamos haciendo más espacio para más gente. Cuando yo era un chamaco, ¿tienes idea de la cantidad de primos y compadres del pueblo de mi padre que se quedaban aquí, hasta que podían pasar a California en busca de trabajo? Sabe, amigo mío, que esto es Isla Ellis."

Para remachar el clavo, su hermano Omar me enseña la prueba decisiva en el vídeo que acaba de terminar sobre el vecindario de la familia Ramírez: la "Lady of Libertad."

Omar dice que está basada en uno de los bosquejos originales del escultor francés Frédéric Bartholdi para la Estatua de la Libertad, que levantaba a la famosa señora de la antorcha sobre el pedestal de una pirámide azteca. Un artesano local ha hecho copias para venderlas a los turistas, si es que vuelven.

¿Volverán?

Desde el 11/9, un miedo irracional y un fanatismo tóxico han terminado por imponer un bloqueo informal a la economía bajocaliforniana no directamente relacionada con el sector de las maquiladoras. Ahora mismo, los nativistas vociferan en San Diego por el cierre completo de fronteras.

Sería una catástrofe. También un gemelo siamés podría ver separadas las carnes que le unen a su hermano. Al final, morirían los dos.

Después de bromear con Erre una vez más, me voy a almorzar con Omar y su mujer. El tiempo sigue delicioso, y encontramos un agradable restaurante italiano atestado de relajados y despreocupados comensales. Por una tranquila velada, al menos, la bermeja máscara de la muerte se cayó de la cara de Tijuana.
Sin Permiso - 10.05.09

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