El ministro Renato Brunetta ha declarado que el hecho de que el artículo primero de nuestra Constitución establezca que “Italia es una república democrática fundada en el trabajo” no significa nada. Una de dos. O el ministro tiene tan bajo nivel que no ha entendido la esencia y valor del principio ideal, político y jurídico sobre el que se funda la República, o bien ha querido manifestar su desprecio por dicho principio y su voluntad de reemplazarlo por los eslóganes nefastos del absolutismo neoliberal. Se está, en consecuencia, ante la clamorosa falta de idoneidad del titular de un cargo público o bien ante un ministro que jura fidelidad a la Constitución pero que reniega de su principio supremo. En un país serio, una declaración de este tipo supondría la inmediata sustitución del ministro, bien por decisión del presidente del consejo que lo propuso, bien por censura de alguna de las dos cámaras. En el nuestro, no pasará ni una cosa ni la otra.
Para lo que si existe voluntad en nuestro país, en cambio, es para acometer reformas institucionales. Con la mayoría que un ministro semejante expresa parecería imposible. Pero la “disciplina republicana” invocada por el presidente de la República exige intentarlo. En verdad, el presidente Napolitano, con su habitual rigor, ha dejado claro que debe tratarse de “revisiones” constitucionales y no de cambios bilaterales como los recientemente ensayados. En sentido técnico, esto supone que las eventuales reformas deberán realizarse y adoptarse a través del procedimiento previsto en la propia Constitución y siempre que se enmarquen en el contexto establecido por la misma. Esto excluye las maniobras que se alejen de la Carta constitucional. Que se alejen, además de en su inspiración, en la forma, que no es mero oropel, sino respeto a la justa dimensión de los ámbitos de la reforma, a las reglas y al sentido del derecho. El sentido, precisamente, que imprimió a la república naciente Enrico De Nicola, justamente recordado en la mañana de ayer por quien es su escrupuloso sucesor.
Y es que las exigencias en materia de reforma constitucional no son sino una exigencia de límites al poder. Por eso Napolitano los ha recordado el 31 de diciembre. Límites referidos a la materia, que señalan como único campo legítimo de ejercicio del poder de reforma la Segunda Parte de la Constitución, es decir, la referida a las instituciones. Y límites, también, respecto de la finalidad, de la extensión del poder de reforma. Napolitano ha insistido en la importancia de que “en una renovada afirmación de los principios que están en la base de nuestra convivencia como nación se garanticen los equilibrios fundamentales entre gobierno y Parlamento, entre poder ejecutivo, legislativo e instituciones de garantía, siempre en el marco de reglas en las que se reconozcan tanto las fuerzas de gobierno como las de oposición”.
Se plantean así, con extrema claridad, ámbitos y vínculos, posibilidades y límites. El poder de reforma puede, por ejemplo, disponer en materia de extensión numérica de la representación. Puede disponer en materia de bicameralismo y, en particular, modificar la composición de la segunda Cámara –para mantenerla como ámbito representativo de las realidades territoriales de manera directa o institucionalizada en las Regiones-entes-. Pero no puede disponer, en ningún caso, del carácter efectivamente representativo de la democracia italiana. Como tampoco puede disponer de la independencia y de la autonomía de la justicia ordinaria, administrativa y contable, o del ministerio público. Mucho menos puede modificar el delicadísimo equilibrio entre las tres fuentes de elección de los jueces constitucionales. Puede, sí, disponer en materia de relación entre el presidente del consejo y los ministros, pero no, en cambio, en materia de forma de gobierno. No puede alterar el papel de garantía que ejerce y debe ejercer el Presidente de la República en la dinámica institucional, esto es, su función de dirección política y de relación con el resto de órganos constitucionales. Y no puede degradar ni un milímetro el equilibrio que debe existir entre parlamento, gobierno, poder judicial, corte constitucional y presidencia de la República. Tampoco es disponible la forma de gobierno en lo que respecta a la relación de confianza entre la representación parlamentaria de la nación y el gobierno. Esta relación de confianza puede ser, ciertamente, racionalizada (aunque de hecho ya lo está, y es difícil ver cómo podría serlo más aún). Racionalizada, pero no mistificada, deformada, invertida, como ha ocurrido con la ley electoral, constitucionalmente aberrante pero vigente por grave aquiescencia del entonces presidente Ciampi. La relación de confianza entre el Parlamento y el gobierno sólo puede mantenerse y consolidarse. Así lo indica el art. 139 de la Constitución, que estipula que la forma parlamentaria de la República no puede ser objeto de reforma constitucional. Y así lo ha confirmado el cuerpo electoral el 24 y 25 de junio de hace tres años.
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