El siguiente texto es la transcripción editada de la intervención del jurista italiano Luigi Ferrajoli en el encuentro “La frontera de los derechos. El derecho de la frontera”, organizado el 11 de septiembre pasado en Lampedusa por Magistratura democrática, el Medel y el Movimiento por la Justicia.
Querría comenzar expresando, ante todo, el sentimiento de alarma y mortificación, política y ciudadana, que supone comentar aquí en Lampedusa la vergonzosa política italiana en materia migratoria. Las escandalosas leyes racistas e inconstitucionales impulsadas por un gobierno que no ha dudado en criminalizar la condición misma de inmigrante irregular; las expulsiones masivas ilegítimas, en abierta violación del derecho de asilo, de miles de desesperados que huyen del hambre, de la persecución o de la guerra; la vulneración de derechos y de la dignidad que tienen lugar en los centros de internamiento y en los campos libios a los que los migrantes son destinados; las centenares, las miles de muertes –incluida la tragedia de los 73 eritreos a los que se dejó ahogar el pasado agosto, después de 21 días a la deriva- provocadas por la obtusa inhumanidad de un gobierno que parece haber olvidado la larga tradición de emigración de nuestro país.
Nos encontramos, en realidad, ante un cúmulo de ilegalidades que han merecido críticas y protestas de la ONU, de la Unión Europea y de la Iglesia Católica y que desnaturalizan los rasgos esenciales de nuestra democracia. Pero antes de referirme a ellas, querría insistir en la profunda contradicción existente entre estas leyes y los principios más elementales de la tradición liberal occidental.
El nacimiento del ius migrandi y la conquista de “nuevos mundos”
Dentro de esta tradición, el derecho a emigrar aparece como el más antiguo de los derechos naturales, como un derecho cuya teorización se remonta a los orígenes de la civilización jurídica moderna. Mucho antes que la teorización de Hobbes sobre el derecho a la vida o que la teorización lockeana sobre los derechos de libertad, el teólogo español Francisco de Vitoria, en sus Relectio de Indis escritas en Salamanca en 1539, teorizó el ius migrandi como un derecho universal, atribuido a todos en cuanto personas. En el plano teórico, se trataba de un principio que pretendía expresar una concepción cosmopolita, basada en la fraternidad universal. En el plano práctico, acabó siendo el argumento a través del cual se legitimó la conquista española en el Nuevo Mundo. El ius migrandi, en efecto, termindó por concebirse como un derecho asimétrico, que no podía ser ejercido por las poblaciones de los “nuevos mundos”, sino sólo por los europeos, que lo invocaban en apoyo de sus conquistas y colonizaciones, y que incluso llegaron a justificar la guerra como una garantía de su ejercicio dondequiera que se le opusiera resistencia ilegítima. A pesar de ello, pasó a la era moderna como un principio fundamental del derecho internacional consuetudinario.
El derecho a emigrar en la tradición liberal
John Locke, por ejemplo, teorizó el ius migrandi como un elemento esencial del nexo entre propiedad, trabajo y supervivencia sobre el que se fundó el capitalismo temprano. La propiedad, para Locke, estaba justificada en la medida en que fuera fruto del propio trabajo. Y todos podían trabajar con sólo quererlo, entre otras razones, porque existía en el mundo tierra suficiente a la que emigrar. Kant, por su parte, enunció de manera aún más explícita, no sólo el derecho a emigrar, que incluyó en su programa para la paz perpetua, sino también el derecho de inmigrar y el deber de hospitalidad, al que consideraba signo de la civilización de un país. Finalmente, el derecho de emigrar ha sobrevivido en el art. 13 de la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948 y en casi todas las constituciones avanzadas, incluida la italiana.
He recordado los orígenes del ius migrandi porque su evocación debería al menos generar una mala consciencia acera de la ilegitimidad moral y política, antes que jurídica, de la legislación contra los migrantes. En efecto, mientras permitió a los occidentales desplegar sus intereses en perjuicio de las poblaciones de los “nuevos mundos”, el ius migrandi se concibió como un derecho universal. Sin embargo, tras cinco siglos de colonizaciones y rapiña, cuando ya no son los europeos quienes emigran a los países pobres, sino las masas hambrientas de estos países las que se agolpan ante nuestras fronteras, la concepción del derecho se ha invertido. Ahora que el ejercicio del derecho de emigrar está al alcance de todos, e incluso se ha convertido en la única alternativa de vida para millones de seres humanos, no sólo se han olvidado sus orígenes históricos y su fundamento jurídico en la tradición occidental, sino que se lo reprime con la misma ferocidad con la que fue blandido en los orígenes de la civilización moderna con fines de conquista y colonización. Es precisamente ahora, cuando se exige que se tome en serio su carácter “universal”, que el derecho se desvanece, mutando en su contrario, es decir, en un delito.
La criminalización de los migrantes clandestinos
Esta es la tremenda, horrorosa novedad de la actual legislación italiana en relación con otras leyes anti-inmigración del pasado, como la Bossi-Fini, o las diferentes leyes de extranjería existentes en otros países europeos: la criminalización explícita de los migrantes clandestinos. Una criminalización que compromete de manera radical la identidad democrática de nuestro país, puesto que ha creado una nueva figura, la de la persona ilegal, fuera de la ley sólo por su condición de tal, una suerte de no persona carente de derechos y, precisamente por eso, expuesta a todo tipo de vejaciones.
Privadas de derechos, estas personas están condenadas a generar un nuevo proletariado, que por otro lado siempre ha estado compuesto por flujos migratorios. Las diversas generaciones de la clase obrera han sido el producto de migraciones. En Inglaterra, como producto de la migración del campo a la ciudad, en Estados Unidos, con la llegada de migrantes irlandeses o italianos, en la propia Italia, donde la clase obrera turinesa, septentrional fue el producto de las migraciones provenientes del sur. Siempre, los recién llegados han sido vejados y discriminados, económica y socialmente. La novedad, sin embargo, es que hoy, a esa discriminación económica y social se agrega una discriminación jurídica, con arreglo a la cual el migrante es considerado directamente un ser inferior, una no-persona carente de derechos.
El salto cualitativo de la nueva legislación consiste precisamente en sus connotaciones intrínsecamente racistas. Esto ocurre, ante todo, con el decreto ley 92/2008, convertido en ley el 24 de julio de 2008, que ha introducido, para cualquier delito, el agravante de la condición de clandestino, con un aumento de hasta un tercio de la pena y la prohibición de que se concedan atenuantes genéricos sobre la base de falta de antecedentes penales. Pero también con la previsión de sanciones (que incluyen la confiscación del inmueble) para quien brinde alojamiento a un extranjero sin permiso de residencia, lo que permitirá una especulación que obligará a las personas a dormir bajo los puentes. O con la extensión de 2 a 6 meses del tiempo de permanencia de los clandestinos en auténticos centros de expulsión sustraídos a los controles jurídicos. O con un conjunto, en fin, de disposiciones abiertamente racistas de infausta memoria: la prohibición de matrimonios mixtos para los inmigrantes irregulares; la obstaculización del envío de remesas de dinero a las familias; la prohibición de inscribir a los hijos en el registro civil, con el consecuente peligro de que éstos, al no estar reconocidos, puedan ser dados en adopción o sustraídos a unas madres a las que, a su vez, sólo les quedará la alternativa del parto clandestino y de la clandestinidad de sus hijos.
Lo más descorazonador de todo esto, que supone un cambio de paradigma en nuestro sistema penal, es que el gobierno no ha tenido suficiente con estas leyes para satisfacer sus pulsiones racistas. Incluso éstas, de por sí cruelmente discriminatorias, han sido violadas por el gobierno. Esto es lo que ha ocurrido en los últimos meses, sobre todo a partir del pasado 6 de mayo, con los infames rechazos en el mar a resulta de los cuales cientos de personas fueron devueltas, con riesgo para sus vidas, a campos libios o a sus países de origen.
Estos rechazos son ilegales en muchos aspectos. Han violado, ante todo, el derecho de asilo reconocido en el art. 10.3 de la Constitución “al extranjero al que se impida en su país el ejercicio efectivo de las libertades democráticas”. Esto es así puesto que las naves italiana que condujeron a los inmigrantes a Libia son territorio italiano, estén en aguas territoriales o extra-territoriales. Y lo han violado por partida doble, ya que estos desesperados son enviado a unos campos, los libios, que son unos auténticos Lager en los que permanecerán sin límite de tiempo y en condiciones violatorias de los derechos humanos más elementales.
Estos rechazos han vulnerado también la garantía del habeas corpus prevista en el art. 13.3 de la Constitución, puesto que comportan detenciones coactivas no sometidas a control judicial, así como declaraciones y convenios internacionales que Italia, en virtud del art. 10 de la Constitución, se ha comprometido a respetar: desde el art. 13 de la Declaración Universal de derechos humanos sobre la libertad de emigrar, hasta el art. 14 de la propia Declaración sobre el derecho de asilo, pasando por el art. 4 del protocolo 4 de la Convención europea de los derechos humanos que prohíbe las expulsiones colectivas.
Por fin, un último y doloroso capítulo: el de los “centros” que antes se llamaban “de acogida” y que la nueva ley denomina “centros de identificación y de expulsión”. En estos centros, los inmigrantes pueden permanecer retenidos no ya por un máximo de 60 días, como estipulaba la legislación anterior, sino por un plazo que puede alcanzar los 6 meses. Esta reclusión se aplica a personas que no han cometido delito algún, pero que son privadas de todo derecho y sometidas a un tratamiento punitivo, como si tratara de lugares de detención. Una detención, por lo demás, más grave y aflictiva aún que la carcelaria, en la medida en que carece de las garantías reconocidas a los detenidos, comenzando por el control judicial o el habeas corpus.
El racismo institucional y su influencia en el sentido común
Lo que estas normas y prácticas revelan, en definitiva, es la existencia de un auténtico racismo institucional, que proyecta la imagen del inmigrante como una “cosa”, como una no-persona cuyo único valor consiste en oficiar como mano de obra barata para trabajos fatigosos, peligrosos o humillantes; todo, menos un ser humano titular de derechos como cualquier ciudadano.
Uno de los aspectos más graves de este racismo institucional, precisamente, es el veneno racista que ha inoculado en el sentido común. Estas normas y la campaña securitaria que la ha acompañado, en efecto, no se limitan a reflejar el racismo difuso existente en la sociedad. Ellas mismas son normas racistas –una versión moderna, se ha dicho, de las “leyes racistas” dictadas hace 70 años por Mussolini- que secundan y fomentan el racismo ya existente, estigmatizando y presentando como sujetos peligrosos y delincuentes potenciales, no ya a individuos que pueden haber cometido delitos concretos, sino a toda una categoría de personas sobre la sola base de sus orígenes étnicos.
Sin Permiso - 13.12.09
Sem comentários:
Enviar um comentário