En su libro “Invitación a la Sociología”, Peter Berger plantea que esta disciplina actúa como un terremoto: echa abajo las fachadas y deja a la vista el interior de casas, oficinas y actividades que normalmente están ocultas. Vale decir, la sociedad “por dentro”. En Chile acabamos de sufrir un terremoto que, junto al dolor y la desgracia, deja al descubierto diversas características actuales de nuestra sociedad que no son visibles en el día a día y sólo se revelan frente a tensiones extremas como la que estamos viviendo. Caen las fachadas y aparece lo que no se quería o podía ver.
Hay que reflexionar sobre la fortaleza relativa que mostramos como sociedad para enfrentar nuestros problemas. Quizás es temprano para evaluar, sin embargo, se ve más debilidad de la esperada. Un país atávicamente obsesivo con el “orden” no logra manejar una crisis. La respuesta gubernamental parece tardía, mal coordinada e incluso errática. La provisión de servicios básicos -casi toda en manos privadas- absolutamente colapsada y de lentísima reposición (obviamente no es rentable prever y costear las emergencias). Las comunicaciones, limitadas e ineficientes. La infraestructura básica –la gran prioridad de inversión de los últimos 20 años- con fallas en puntos claves. La organización social pareciera no existir, hablo de la primera semana: mucho más visible resulta el “sálvese quien pueda”.
Finalmente tenemos la seguridad y la protección, esa obsesión de la sociedad chilena. No sólo las hacen precarias, sino que la propia energía social desatada se vuelve contra sí misma: nosotros mismos somos los saqueadores y los grupos de autodefensa, todos presas de la misma desesperanza.
Un cartel improvisado en Talcahuano decía “Farkas sálvanos, el gobierno no existe”. Una hipótesis de interpretación del “terremoto social” en la región del Bío Bío indicaría que, a falta de las garantías básicas que sólo puede proporcionar el Estado -confianza y derechos- la sociedad, debilitada por treinta años de neoliberalismo, no es capaz de reproducir el orden mínimo requerido para afrontar un problema. Una sociedad fuerte necesita de un Estado fuerte, y viceversa. Se vieron saqueos –producto de la necesidad, o del “aprovechamiento de oportunidades” que nos enseña el mercado como regulador social- pero no se vio la toma de control de un supermercado por parte de fuerzas sociales organizadas. Se vio a la alcaldesa de Concepción denunciar el abandono y anunciar la violencia, pero no se vio a las autoridades edilicias asumir su rol de gobierno local, por ejemplo, requisando alimentos para su justa distribución en la población. Tampoco parlamentarios, intendentes y consejeros regionales, líderes vecinales, dirigentes políticos, empresariales o sindicales asumieron la conducción de la emergencia, ante la tardanza del gobierno central. Seguramente hay más de lo que muestran los medios, convertidos en amplificadores del espectáculo más que en servicios públicos. Aún así, la sociedad parece haberse “adelgazado” a niveles críticos, que le impiden retroalimentar las líneas de un Estado que ha renunciado a algunas de sus tareas esenciales. Hay que profundizar sobre la “fractura social” y sus consecuencias.
Las explicaciones pueden ser muchas: el gobierno ya terminaba en 10 días más, estábamos al final de las vacaciones. Pero lo que se ve es la incapacidad del Estado chileno para enfrentar los desafíos que le son propios. Habiendo privatizado la mayoría de los servicios, sólo le queda apelar a la “buena voluntad” de los empresarios para que colaboren. Pero los empresarios no son filántropos ni están para la beneficencia. Sus costos y sus márgenes de ganancia no incluyen emergencias como ésta. Si es un proyecto inmobiliario, los municipios revisan los papeles pero no supervisan la obra que se construye. Si es una carretera concesionada, la rentabilidad a 20 años nada dice sobre su futura durabilidad. Un Estado que renunció a diseñar e implementar sus proyectos, convirtiéndose en un gestor de la inversión privada, debilitó sus recursos profesionales que actuaban como contraparte pública de las entidades lucrativas. No es pensable en 2010 una epopeya como la del Riñihue en 1960, donde los ingenieros de la CORFO movilizaron a la comunidad para conjurar el riesgo producido por el terremoto. Hoy sólo se pueden ofrecer estímulos a los privados a ver si eso les satisface para asumir los roles públicos que están abandonados. No hay resortes para tomar control de empresas y servicios de utilidad pública y reorientarlos según las necesidades.
El terremoto desnudó también los mitos de los que nos gusta enorgullecernos: la mejor conectividad del continente estaba basada en el negocio de los celulares y la penetración de internet, pero se habían abandonado los recursos comunicativos que realmente sirven. Al final fue la radio la que pudo comenzar a reponer la comunicación mínima. También las llamadas “redes sociales”, que permiten el acceso del ciudadano y le dan un amplificador a sus demandas y deseos.
La crisis producida por esta catástrofe puede ser interpretada de muchos modos. Si nos conformamos con creer que un gobierno de “técnicos” lo hará mejor que uno de “políticos”, estaremos apenas arañando la realidad. Propongo poner el acento en los roles del Estado, como la regulación, la provisión de bienes públicos, el aseguramiento de derechos y la indispensable tarea de fortalecer las capacidades de la propia sociedad. Esto requerirá de descentralización y estrategias participativas serias para los asuntos públicos. La tarea se ve difícil cuando hemos dado un viraje a la derecha, encargando a un multimillonario de los problemas de todos. Pero en fin, esa es harina de otro costal, cuyo desarrollo será cuestión del futuro.
http://www.elsiglo.cl/Terremoto-Replicas-institucionales.html
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