Reinaldo Spitaletta
1. Obertura con un mundo feliz
El fútbol crea una especie de mundo irreal en el que, durante un partido, ya sea profesional o simplemente de barriada, se interrumpe la vida cotidiana y se entra, en apariencia, en una suerte de arcadia, en la cual todo da la impresión de ser feliz. Ya lo decía un personaje de Albert Camus: no hay mayor felicidad humana que la que se encuentra en un estadio lleno. En ese aspecto, el fútbol ejerce un hechizo al cual es casi imposible sustraerse, y que permite olvidar las contradicciones de la vida social, hundirse en la fascinación colectiva de jugadores y espectadores, soñar con la gloria de un campeonato, con el triunfo de su equipo preferido, o, en cambio, despertar y volver a la realidad con los dolores de una derrota.
En Colombia, casi todos los períodos históricos han estado marcados por la violencia, las desigualdades sociales, las represiones oficiales. El hombre de la ciudad está asediado por los desencantos, los desamparos y los miedos. Se viven días en los que los valores humanos se envilecen y ante esta situación muchos se preguntan, como lo sugería algún filósofo, si la vida carece de sentido, si ese continuo irrespeto por la coexistencia pacífica y por el otro nos lleva sin remedio a la destrucción, para qué por ejemplo asuntos como el fútbol.
Frente a la realidad, tan llena de miserias y desventuras, el juego, y en este caso, el fútbol, ofrece una suerte de aire, que puede ser visto por algunos como una especie de respiración artificial. Y es ahí cuando aparece el goce de los cuerpos en libertad, los hombres que corren tras una pelota mientras millones los observan. Aparece el entusiasmo de la contienda, en la que, se supone, no debe haber muertos ni heridos. Claro que todos conocen las excepciones, en las que, en los estadios, o en sus afueras se generan verdaderos campos de batalla, como suele ocurrir en Colombia desde mediados de la década del noventa. Estas turbulencias contradicen la esencia del juego y la diversión.
Como es fama, en los tiempos primitivos los pueblos tenían un tiempo dedicado a las fiestas, en las cuales la vida cotidiana quedaba en suspenso, y en la que se igualaban el guerrero y el esclavo, el patricio y el plebeyo, y en la que todo lo convencional dejaba de regir y entonces las jerarquías se trastocaban, como muy bien lo canta Joan Manuel Serrat. Los dioses descendían de su olimpo y de ese modo el rey era siervo y el siervo, rey.
En un campeonato mundial de fútbol las jerarquías establecidas entre las naciones parecen suspenderse y, en apariencia, todos están en igualdad de condiciones. Así que el desequilibrio en este caso depende de la habilidad, de la inteligencia, del talento, del arte de los jugadores. Y, en ese sentido, un africano o un sudamericano podrían convertirse en amos del mundo.
En el momento en que transcurre una gesta deportiva, aparece otro tipo de libertad, en la que el mundo así creado depende de las destrezas de los deportistas y no del sistema de dominación político y social. Surge, como si se tratara del acto de un ilusionista, otra realidad, en la que en lugar de las represiones, rigen la igualdad, la alegría de vivir, un comunismo de ficción. Ese mundo, así creado, así imaginado, hace parte de una utopía. Y ese universo irreal es capaz de edificarlo, en la fugacidad de un instante, el fútbol. Esta atmósfera de presunta gloria se puede percibir, a escala, en un barrio, en una calle, en cualquier lugar donde los muchachos estén jugando con una pelota.
El escritor español Manuel Vázquez Montalbán decía que “el fútbol me interesa porque es una religión benévola que ha hecho muy poco daño. Existirá el fútbol mientras la gente crea en un club y en unos colores como señales de identidad en una sociedad en que cada vez faltan más referencias”. Y otro español, el novelista Javier Marías, apuntaba que el fútbol es la recuperación semanal de la infancia.
2. La pelota de trapo
Había en una ciudad de Colombia, llamada Bello, cuna de la clase obrera en este país, un muchacho negro que era una maravilla para confeccionar pelotas de trapo con medias veladas de mujer. Se las sustraía a su mamá. En ese aspecto, era todo un destructor del pequeño patrimonio de su querida progenitora. Las rellenaba con retazos de tela que su padre traía de la fábrica donde laboraba, y salía todas las mañanas a hacer “treintaiunas”, a realizar malabares, a demostrar que era una especie de actor de circo callejero. Invitaba a sus compañeros de barriada a apreciar sus acrobacias, a jugar partidos de fútbol en cualquier baldío, en la calle, o en terrenos que aparecían durante mucho tiempo desocupados y que aquí en otros tiempos denominábamos los “solares”. El muchacho entraba en trance cuando tomaba la pelota, amagaba a la izquierda y se salía por la derecha, hacía tacos, bicicletas, jugadas exquisitas, con decir que era mejor uno estar de espectador que de rival suyo. O, de otro modo, era bien importante estar en su equipo. Esas pelotas, por supuesto, eran efímeras y a los pocos minutos ya estaban en pedazos. Él volvía por otras y así cada vez que éstas se rompían. Parecía como si su mamá tuviera una fábrica de medias de mujer.
El muchacho sentía un placer enorme cada que salía con una pelota de trapo, se exhibía, pero sin ninguna pretensión, convocaba a los otros a jugar y jugar, no importaba cuánto tiempo. Había una ventaja en ese tipo de balones improvisados: no quebraban las vidrieras del vecindario, ni a las señoras de la cuadra les molestaba el juego cuando era en la calle, lo que sí sucedía con pelotas de otro material, como las de cuero o de plástico. Aquel muchacho de los años sesenta era quizá uno de los más agraciados y técnicos para jugar con una pelota de trapo, artefacto que fue usual entre la muchachada de muchas ciudades colombianas. Sin embargo, no jugaba con tanta solvencia cuando lo hacía con balones manufacturados. Pero a él no le importaba: sólo quería participar en los partidos de calle o de manga, correr, gritar, divertirse, estallar en júbilo con un gol o con una gambeta. No quería competir ni pertenecer a ningún equipo organizado. De hecho, nunca lo hizo. Para él la totalidad del mundo estaba en una pelota de trapo y en la extraña atracción que ésta ejercía sobre los demás.
Él, tal vez sin darse cuenta, ya estaba planteando los principios de solidaridad, las relaciones colectivas que pueden crearse con una pelota desechable. Para él, como para el resto de aquella agrupación de muchachos, el juego era sólo eso: una fuente de placer, un ejercicio de la libertad, todo un manantial de emociones. No interesaba si alguien tenía camiseta o no, si otro jugaba descalzo o con zapatos deportivos, si uno tenía más estado físico que otro. Se reunían por el juego, y todo aquello quizá por la alegría del negrito aquel llamado Humberto pero al que todos en su barrio llamaban por el sobrenombre: El Gurre. Una vez, o tal vez muchas, su mamá lo sorprendió hurtándole las medias, recibió tremenda paliza, que tampoco le quitó las ganas de seguir jugando y de continuar fabricando las mejores pelotas de trapo que en el mundo han sido.
3. Los muchachos de Calella y un empate con sabor a triunfo
En el libro A sol y sombra, de Eduardo Galeano, el escritor advierte que se los dedica a unos niños que alguna vez se encontraron con él o él con ellos, cuando los muchachos venían de jugar un partido en la población catalana llamada Calella de la Costa, y cantaban a voz en cuello: “Ganamos, perdimos/ igual nos divertimos”. Ahí, en esas palabras, hay una clave, en la que el fútbol se muestra como lo que siempre debió haber sido, un juego, una diversión, otra manera del esparcimiento, o lo que André Maurois llamó “la inteligencia en movimiento”. Cuando el fútbol se tornó un jugoso negocio económico, una enorme empresa universal, entonces lo de la diversión pasó a ser un recuerdo, una nostalgia, una materia de atolondrados románticos. Aquello fue como una expulsión del paraíso. Esos muchachos del epígrafe del libro de Galeano reivindican, tal vez sin saberlo, el fútbol como un juego. Para ellos no importaba ni perder ni ganar, sino jugar y recrearse.
Aquí, en este punto, quiero recordar una anécdota muy bella, muy conocida en Colombia. Y es la del partido entre la Unión Soviética y Colombia, en el Mundial de Chile, en 1962. En aquellas calendas la URSS tenía una poderosa escuadra y al mejor arquero del mundo, a Lev Yashin, llamado la Araña Negra. El caso es que Colombia iba perdiendo en el primer tiempo tres por cero. En el entretiempo, el entrenador de Colombia, que era el argentino Adolfo Pedernera, les dijo a sus jugadores: “Bueno, muchachos, salgan a divertirse”. Una propuesta arriesgada. Un equipo perdiendo por ese marcador de dónde iba a sacar ganas para la diversión. Sin embargo, ésa parece haber sido la clave del éxito, el ábrete sésamo mágico. Y ese equipo convirtió una derrota casi en una victoria; en realidad, se trató de una victoria moral, de la cual los colombianos vivieron mucho tiempo, sobre todo hasta que volvieron a un Mundial: el de Italia, en 1990.
Y los muchachos de Pedernera, el Cobo Zuluaga, Marino Klínger, Delio Maravilla Gamboa, Antonio Rada, Marcos Coll, en fin, salieron a divertirse. Esos muchachos, sin saberlo también, prefiguraban a los de Calella de la Costa. Y poco a poco se iban divirtiendo, pese a ir perdiendo. Y marcaron el primer gol, después otro, y la diversión subía de tono. Jugaban, gambeteaban, marcaron otro gol, y después otro, incluso un gol olímpico al mejor arquero del mundo, empataron el partido a cuatro goles. Mejor dicho: no ganaron porque la Araña Negra se les creció y les atajó de todo. Fue una lección de pundonor deportivo. Parecían muchachos de barrio jugando a la pelota, sin pretensiones, sólo con el ánimo de sentirse bien y crear un mundo feliz.
4. La calle como escenario de fútbol
En los barrios de las ciudades de Colombia la cultura del fútbol ocupa un lugar relevante en la vida cotidiana. Ha penetrado en el gusto de todos los estamentos sociales, pero, principalmente, en el de las clases medias y las capas pobres de la población. Éstas son las que más han sido permeables al embrujo del fútbol, que a su vez se ha vuelto un sueño, una aspiración en la muchachada, y un sedante de las dificultades de los mayores. El fútbol tiene presencia permanente en el barrio. No se escapa de la conversación de tienda, ni del corrillo de esquina, ni de la tertulia de café. Está en la escuela, en el colegio, en la universidad. Cualquier muchacho es capaz de hablar de alineaciones y tácticas, de controvertir aspectos futbolísticos. Y los espacios urbanos se han transformado para su práctica: una acera puede convertirse en una cancha, en un pequeño estadio, con tribunas que pueden ser los balcones y las ventanas de las casas. Muchos chicos de otros tiempos comenzaron a fascinarse por el fútbol debido a sus prácticas sobre las aceras, dado que esa parte es una frontera entre la casa y la calle, entre lo público y lo privado.
Hubo un tiempo, en especial las décadas del 60 y 70, en que las calles, algunas sin asfaltar y que eran muy aptas para otros juegos, hoy desaparecidos, como el de las canicas, las rayuelas, los trompos, el salto de la cuerda, eran un inmenso campo vedado para el fútbol. Jugarlo en la calle era una herejía, una subversión del orden barrial, un atentado contra la tranquilidad del vecindario. Decir esto hoy, recordarlo, parece cómico o increíble. Cuando los muchachos de antes jugaban un partido (o un “picado” como decimos popularmente) en la calle se exponían a varios riesgos. Uno era que apareciera una patrulla y entonces los policías decomisaban el balón, en el supuesto caso de que los muchachos no alcanzaran a fugarse a tiempo con pelota y todo. Otro, que el balón se metiera a una casa de una señora energúmena y ahí sí no había nada que hacer. Esa dama lo devolvía vuelto añicos, o, en el mejor de los casos, lo decomisaba y lo dejaba “preso” por unos días.
El fútbol urbano vivió sus odiseas. Sin embargo, ni las señoras ofuscadas ni los policías de entonces pudieron evitar el auge del “futbolito” callejero, que, por lo demás, aumenta día a día, debido a que se fueron acabando los solares, los lotes urbanos, los baldíos. Para la práctica del fútbol en la calle no importaba mucho si la calle era empinada, como es, por ejemplo, en los barrios altos de Medellín, o si muy cerca había una quebrada, un riachuelo, un abismo, o muchas ventanas de vidrio sin protección. Lo que importaba era jugar, recrearse, ganar o perder, pero sin dejar la diversión. No importaban las patrullas policiales ni las señoras rabiosas. El fútbol en la calle era una transgresión, una alteración del orden público, pero, a su vez, un gesto romántico, una aventura de grupos de muchachos barriales, que lograron colonizar la calle y la convirtieron en un estadio.
El fútbol le dio y le ha dado identidad y carácter a las calles. Ha sido una muestra de vitalidad de las urbes. En una calle de domingo en cualquier pueblo de Colombia siempre habrá un balón. Y es en los barrios de las ciudades donde todavía se juega el auténtico fútbol, aquel que todavía no está contaminado por el dinero ni ha sido enfermado por el mercantilismo y la usura. El de la calle es un fútbol sin pretensiones de mercado, todavía idealista, todavía lleno de ensoñaciones y gestas románticas.
Sin embargo, muchas mamás de hoy, o algunas con meses de embarazo, ya piensan cuánto podrá valer su hijo si llega a ser un cotizado jugador profesional, que juegue en una liga de Europa. Ya por ejemplo, las palabras de aquel extraordinario cronista uruguayo, una de las estrellas de la revista El Gráfico de Argentina, el gran Ricardo Lorenzo, más conocido como Borocotó, no tienen vigencia en la barriada, porque el fútbol se volvió una manera de hacer fortunas. Ya no es el fútbol lírico del potrero, el de las jugadas impredecibles, el de las filigranas, sino otro que se hace para que algún empresario te ponga los ojos encima y te exhiba en los mercados más competidos del mundo.
5. El sueño del Pibe
En ciudades como Medellín, Bogotá, Barranquilla y Cali, hay barrios que transpiran fútbol. En los más pobres, el fútbol se ha erigido como un arma o como un modo de exorcizar al demonio de la miseria. Porque como la mercantilización del juego, la creación de fulgurantes figuras que se cotizan en oro en Europa, todo el proceso globalizador del fútbol como mercancía, se refleja en la mentalidad de los muchachos de barrio. Y así el fútbol, que nació como puro juego, se vuelve esperanza para salir de la pobreza, se torna el puente que hará pasar a algunos de la escasez a la abundancia, de vender paletas en un barrio marginado a convertirse en astros en alguna metrópoli del Viejo Continente.
Hubo un tango muy famoso en los bares de barrio de Medellín, un tango titulado El sueño del pibe y grabado en 1945 en la voz de Enrique Campos con Ricardo Tanturi. Resulta que en esa canción el chico busca la consagración, llegar a la Primera, jugar en una estadio lleno y ganar dinero. Ese es su sueño. De alguna manera este tango hoy se baila en muchos barrios. Algunos jóvenes no sólo juegan por placer, sino, además, por tener la posibilidad de llegar a ser estrellas.
El muchacho de la barriada es capaz, por su actividad cotidiana, por jugar a veces en callejones inverosímiles, en espacios muy reducidos, es capaz, digo, de desarrollar muchas destrezas. Es capaz de moverse con agilidad dentro de pequeños límites, y por eso se vuelve hábil para hacer “paredes”, para ejecutar una gambeta, un esguince imposible, y aprende a patear con precisión. Aprende, también, a eludir automóviles y rivales. Se vuelve un improvisador genial. Así es como la calle se transforma en maestra, como la vida misma.
Algunos entrenadores de fútbol profesional decían en otro tiempo que el buen jugador es aquel que pasó su infancia en un medio donde la picaresca y el rebusque son necesidad. Ciertas dotes, como la picardía y la capacidad para no doblegarse en la contienda, la capacidad de no renunciar jamás a la lucha, se logran desarrollar en medios hostiles, en los cuales para sobrevivir no sólo hay que tener ganas sino mucha viveza.
Quizá por ello, el fútbol de Colombia, el profesional, tenía algunos rasgos especiales, muchos de ellos aprendidos por los futbolistas en las calles y solares, en los partidos de playa: el toque a ras del piso, la gambeta, la picardía, aunque, pese a esas virtudes, no sabía aprovechar las oportunidades de gol.
Lo lindo es que en muchas barriadas los muchachos todavía sueñan con llegar a la Primera, y todavía se divierten –pierdan o ganen- con el fútbol, una de las pocas alegrías que tienen en un país lleno de desamparos y miserias sin fin.
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