Luis Paulino, Vargas Solís
La reciente crisis económica mundial sacó a la luz algunos movimientos o evoluciones entrelazadas de forma compleja. De un lado, el ahondamiento brutal de las diferencias sociales en los países ricos, especialmente en Estados Unidos, pero también, aunque en forma relativamente atenuada, en Europa. Ese es un movimiento que empieza en los años ochenta del siglo XX, el cual es posible visualizar y confirmar de múltiples formas.
Volveré sobre esto.
Por ejemplo, en el decaimiento de la participación de los salarios en el PIB, concomitante al aumento en la parte de las ganancias. En el caso de Estados Unidos se constata que, en los años anteriores a la crisis que empieza en 2007, la desigualdad retrocede a los extremos lamentables que tenían 80 años atrás, justo antes de la Gran Depresión de los treinta. En particular, se observa una insultante concentración de la riqueza y el ingreso en una minoría insignificante altamente privilegiada.
Y, sin embargo, los datos muestran que, no obstante el ahondamiento de las desigualdades y la pérdida de terreno de los salarios, los niveles de consumo se mueven al alza, y deviene la dínamo principal que sostiene el crecimiento económico. Recordemos que la población asalariada es, inevitablemente, la fuente principal que da sustento al consumo. Por lo tanto, el crédito y la deuda aparecen entonces como la receta mágica que hizo posible lo que de otra manera sería impensable, en vista del decaimiento relativo de los salarios. El boom inmobiliario que Estados Unidos y algunos países europeos vivieron durante los años intermedios del primer decenio de este siglo, vino a representar una suerte de última frontera en ese proceso de endeudamiento de sectores medios y clases trabajadoras. El aumento del precio de la vivienda y el financiamiento y refinanciamiento vía crédito hipotecario, fueron el combustible que alimentaba la turbina del consumo.
Justo ahí se evidencia un proceso de entrelazamiento entre la espiral del endeudamiento que arrastraba a las clases medias y populares, con la especulación financiera a gran escala. Cierto que las fiebres especulativas no son cosa nueva en la historia del capitalismo. También la crisis de los treinta, por mencionar un ejemplo, estuvo precedida por un proceso similar de inflamiento ficticio. Pero lo acontecido en el período reciente también tiene sus peculiaridades. Una de estas asociada al hecho de que el período precedente –los decenios posteriores a la Segunda Guerra Mundial hasta los setenta del siglo XX- fueron tiempos en que el capitalismo pareció adecentarse –al menos hasta donde tal cosa es posible para una forma de organizar la economía que se basa en los criterios de la ganancia y el crecimiento sin límite-, con lo cual se podría pensar que se había aprendido de los excesos de otros tiempos. Y, sin embargo, de los ochentas en adelante, cundió la amnesia: el capitalismo, bajo el liderazgo de Thatcher y Reagan, se mueve en sentido regresivo, en procura de desmantelar los logros sociales resultantes del pacto capital-trabajo que rigió durante la etapa de capitalismo fordista y de regreso a las enfermizas exuberancias de otras épocas.
La caída del socialismo real de la Europa Oriental reforzó el viraje ideológico. En los noventas, el pleno despliegue de la revolución tecnológica de la información, en combinación con las contrarreformas políticas que impone el neoliberalismo, aceleran los movimientos hacia la transnacionalización de las inversiones y la globalización de las finanzas. En ese contexto, el capital ficticio –itinerante, volátil y parasitario- pudo soñar con alcanzar niveles de autonomía jamás logrados, ni siquiera durante los picos especulativos más febriles de otros tiempos. En particular, se cumplió un viejo sueño: la casi perfecta integración planetaria de las finanzas.
La crisis económica actual eclosiona en agosto de 2007 y conduce al sistema financiero mundial al borde del colapso sistémico mientras provoca una recesión de alcances globales. Emergieron entonces dos variantes ideológicas triunfalistas. De un lado, las izquierdas, quienes, casi unánimemente, se dieron a la tarea de proclamar el fin del capitalismo (y en esas todavía anda), sin reparar en el hecho de que para que ese apocalipsis tenga lugar, se requiere un entrelazamiento de tendencias críticas y errores catastróficos que, por su carácter extremo, resultan, no imposibles pero sí improbables. Me parece que, en realidad, estamos inmersos en un proceso de crisis de largo plazo, cuyas posibles evoluciones, de suyo muy complejas, no son fácilmente anticipables. Por otra parte, la socialdemocracia y el neokeynesianismo –o al menos lo que sobrevive de la una y del otro- imaginaron un mundo post-neoliberal, que recuperase la vigencia del Estado como mecanismo regulador de la economía y conciliador entre clases, a cargo de construir un orden social que, sin renunciar al capitalismo, frenase los excesos característicos de este último –los especulativos como también los que causan devastación ambiental- y restableciera condiciones aceptables de equidad, justicia y democracia.
Casi cuatro años después, los problemas económicos acumulados siguen siendo gigantescos. Tiene sentido pensar que, más que en la recesión de 2008-2009 y el desempleo y pobreza consecuentes, la verdadera dimensión de la crisis se retrata en la magnitud del endeudamiento público acumulado por los gobiernos de países ricos, el cual es excepcional para tiempos de paz y resultó indispensable para frenar el desplome financiero y la depresión económica. Ese endeudamiento explosivo actúa hoy como una fuerza regresiva de primer orden, de modo que, lejos de recuperar el rostro humano con que soñaban neokeynesianos y socialdemócratas, el capitalismo retoma más bien un sendero de involución y retroceso, el cual a veces parece asumir un cariz que hace empalidecer las peores alucinaciones de Thatcher y Reagan.
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